El caso de Pedro Sánchez y Pablo Iglesias en la gestión del coronavirus ha provocado un fuerte acceso de melancolía -¡qué fino me he vuelto!- entre la población española.

Suele pasar algo de eso cuando encierras a la gente en una celda, aunque esa celda sea su hogar. Y suele pasar algo parecido cuando tú mismo, desde Moncloa, has propiciado una crisis económica profunda. Cuando anulas la movilidad, anulas la economía. A partir de ahí tienes dos tipos de empresa: las que tenían ahorros que sustituyen por ingresos, o que al menos pueden endeudarse. Y las que viven al día. Estas se hunden, y suelen ser las pequeñas, con menos ahorro pero mucho más productivas que las grandes. Ya saben: todo lo grande es ingobernable.

Y hablamos de una crisis de demanda, que son las peores, las que escapan a todo tipo de buena gestión: ¿de qué vale hacer un buen producto, competitivo, si la gente que lo necesita no tiene dinero para comprarlo?

Ojo, y esto no debe llevar a darle dinero al personal a cambio de nada, que ya veo a don Pablo Iglesias, ilustre economista, asegurando que las crisis de demanda se curan subvencionando al demandante de por vida. No, las crisis de demanda se curan creado puesto de trabajo, no limosnas.

Ahora bien, lo peor es que, no el coronavirus, sino el confinamiento, ha provocado una depresión profunda que recorre media España. A lo mejor es el momento de recordar que la vida es muy bonita. Por eso, nadie quiere perderla.

El problema actual de España no es la crispación, eso es un invento de la izquierda, siempre alérgica a la crítica. No, el verdadero problema es la desesperanza… que está cundiendo por todo el territorio nacional.

El problema es la desesperanza, teñido con una miajita de histeria y dos gramos de miedo. Y es problema grave.