Hay tanta gente entusiasmada con fastidiar a los cristianos, que la cristofobia debería convertirse en iglesia o religión reconocida. Por eso, a pesar de ser un cúmulo de insensateces y un tesoro de ignorancia, El Código Da Vinci tiene tantos seguidores entusiastas. Les importa un bledo, la historia, la novela o la adaptación cinematográfica, pero les encanta su arremetida contra la Iglesia. Vamos, que les pone mucho.

Ahora bien, a pesar de ello, el problema de El Código da Vinci no es su mala leche, sino sus pretensiones. Veamos. Toda obra de ficción, todo mito, envía un mensaje al receptor, es decir, al mundo. El mensaje que ha querido lanzar su Creador es el que porta el bueno de la película, aunque a alguno de esos receptores pueda no parecerle tan bueno. Por ejemplo, Mar adentro de Amenábar, no es una película sobre la eutanasia ni sobre Manuel Sanpedro : es la utilización de Manuel Sampedro para sacudirle a la Iglesia, que es lo que le mola al director. Por eso, el sacerdote que aparece representa una mezcla de estupidez, fanatismo y ñoñería.

Es decir, el mito nunca es neutral, la ficción siempre es un ensayo, un editorial periodístico, un artículo de opinión.

Por el contrario, desde la Enciclopedia de los ilustrados franceses (ilustrados, pero despóticos) el ensayo, el libro, la tesis, expone directamente su mensaje. No utiliza alegorías, ni industria, ni artificio artístico de ningún tipo para decir lo que quiere decir, pensar lo que quiere exponer y deducir lo que quiere concluir (¿o era al revés?).

Y ambos sistemas traducidos ahora en los suplementos culturales por ficción y No ficción- resultan perfectamente legítimos. La ficción debe someterse a las leyes de la lógica y de la coherencia interna, mientras el ensayo debe someterse a la tesis de la verdad en la recopilación de datos (y la lógica en la elaboración de conclusiones, claro está). Un buen relato no es aquel que se manifiesta a favor o en contra de algo : un buen relato es aquel que muestra coherencia, lógica interna. Un buen ensayo es aquel que recopila datos ciertos e infiere conclusiones de forma lógica. Esto es tan simple, tan primario, y tan aburrido que supongo todos estaremos de acuerdo.

Podríamos decir que la ficción se aproximaría más al método deductivo y el segundo al inductivo, pero nadie ha dicho, ni tan siquiera los cientifistas más lerdos, que haya que despreciar ninguno de los medios de conocimiento, por muy limitados que sean todos.

Ahora bien, el problema de Dan Brown y su Código no es que pretenda ser una novela, sino un ensayo, aunque el género novelado haya sido escogido para eludir en lo posible la necesidad no sólo de recopilar datos verdaderos no da una, el chavalote- sino de ofrecerlos con lógica o al menos con sentido común.

Donde están los descendientes de Cristo, dónde los miembros del Priorato. Preséntelos en sociedad, mister Brown. En España, sin ir más lejos, don Jesús Polanco le pagaría la exclusiva de mil amores.

El problema, como se ha repetido hasta la saciedad, no es que Brown cuente una historia inventada, es que se empeña en decir que es real y no lo es.

Porque claro, a fin de cuentas, ¿qué cuenta el Código? Pues no mucho. Cuenta que Jesucristo no era Dios, sólo hombre, que se casó con María Madalena (la obsesión con la Magdalena y los templarios es de tal calibre en la new age que ya sólo falta un libro que le ponga coraza a la Santa Maria Magdalena y me la convierta en una guerrera, con cargo de almiranta feminista) con la que tuvo descendencia. El priorato de Sión es la secta oculta que está en el misterio, y que protege a los descendientes de Cristo, que andan por el mundo intentando evitar que se los carguen curas albinos del Opus.

Ahora bien, si Brown asegura que no s ficción, sino pura realidad, que todos los datos son ciertos, entonces, ¿por qué no nos presenta al Priorato de Sión, a los descendientes de Cristo? Seguro que Gobiernos, empresas e instituciones de todo tipo pondrían a su disposición los más sofisticados sistemas de seguridad y protección para protegerles de los pérfidos opusinos y de los asesinos a sueldo pagados por El Vaticano.

Repito. Si el miserable de Brown se hubiera conformado con no decirnos que su historia era una invención, le hubiéramos llamado blasfemo, pero se ha empeñado en ser ago más o algo menos, no lo sé- que un novelista: pretende ser un profeta. Y claro, eso es mucho más peligroso. Sobre todo, para gente que no espera el engaño, la estafa intelectual de la mezcolanza interesada de géneros, y que corre el riesgo de creerse en toda su inocencia, que lo que un señor tan leído ha escrito y que lo que una película tan exitosa como el Código no pude ser una sarta de embutes y de imposibilidades introducidas en el argumento con calzador. Brown no es ni profeta ni novelista: es un fraude, pero sigo pensando en aquel chaval de 13 años al que el descerebrado de su padre llevó a ver la película en su estreno (ante todo, pluralismo): hoy no deja de repetir que la Iglesia es un montaje y que Biblia miente: es El Código Da Vinci quien dice la verdad.

Por cierto, me cuentan que en un pase para la crítica especializada, celebrado en Alemania se produjo una risotada de los especialistas allí presentes. ¿Cuándo? justo cuando el protagonista, profesor Landon (Tom Hanks) le pregunta a su compañera de reparto, Sophie Neveu (Autrey Tautou), si ella es descendiente de Cristo. En ese momento, la sala, no formada precisamente por píos católicos, prorrumpió en una carcajada sostenida. En España, en concreto en Madrid, no ocurrió tal cosa. Todos los allí presentes escucharon respetuosamente la memez de Brown-Howard-Hanks Lo que dice mucho, del nivel intelectual de la crítica alemana y de la española.

Eulogio López