Entro en una parroquia de un barrio madrileño, el domingo 7, veinte minutos antes de comenzar una de las eucaristías del domingo. Naturalmente (¿Naturalmente), no hay nadie en el confesionario, pero ya me conozco el código, así que entro en la sacristía y me encuentro al párroco en agradable conversación con otro presbítero. Le pido confesión y me dice que espere un momento en la capilla adjunta, en las salitas que han sustituido a los tradicionales confesionarios.
Naturalmente (¿Naturalmente) no viene, así que comienza la misa en la nave central y me voy a la eucaristía. Uno es discípulo obediente y acepta la prohibición de confesar durante el Sacrificio. Bueno, la verdad es que no entiendo el porqué, pero cumplo con la norma. Vamos, que no soy vaticanólogo.
¡Qué difícil se ha puesto confesar en España! Los confesionarios crían telarañas porque los curas tienen pánico a confesar. No me extraña, la verdad, por dos razones:
1. Confesar siempre ha sido durísimo. No es un privilegio, es una cruz muy pesada.
2. Hoy más, porque hasta los muy instruidos adolecen de una falta de formación galopante y el sacerdote se ve obligado a 'pelear' con el penitente, aunque sólo sea para preguntar.
Pero eso no justifica la ausencia.
Los vaticanólogos, que tantos consejos dan a, por ejemplo, el nuevo obispo de Madrid, Carlos Osoro (en la imagen), podrían recomendarle que, en lugar de tanta reforma curial, ordenase a sus presbíteros que volvieran a montar guardia en las garitas. A lo mejor le hacían caso.
Regresar al confesionario constituye la reforma curial más importante de todas.
Eulogio López
eulogio@hispanidad.com