El arzobispado argentino Leonardo Sandri leía esta mañana, en la Plaza de San Pedro, lo que hubiera sido el mensaje dominical de Juan Pablo II para la fiesta de la Divina Misericordia, es decir, la devoción lanzada al mundo por la polaca Faustina Kowalska, a quien Juan Pablo II canonizó.

Una fiesta de la que muchos obispos y párrocos no han hecho demasiado caso, por lo que la mayoría del pueblo no la conoce. Sin embargo, son decenas de miles los que se han aferrado a esa nueva oración las devociones no son más que otra forma de contemplar la misma verdad eterna-: la de abandonarse en las manos de Dios y dejarlo todo en su infinita misericordia. Esa devoción se está viviendo hoy como una especie de nueva infancia espiritual: ante un mundo que parece dice Juan Pablo II-dominado por el poder del mal, por el egoísmo y por el miedo. Ante eso, muchos consideran que la única solución para el desastre telúrico es la de hace veinte siglos: la confianza en que el perdón de Dios siempre vencerá al mal, incluido al mal que nosotros mismos llevamos dentro.

Es difícil pensar que cuando escribió, dictó o cuando al menos aprobó esas palabras, el pontífice polaco no estuviera pensando en su final, que cada vez veía más cercano y cada vez anhelaba más.

En la Plaza de San Pedro de Roma, así como en otros foros ciudadanos convertidos en réplicas vaticanas, primaba el sentimiento de orfandad. Un sentimiento impropio de cualquier fallecimiento de un personaje de la política, la cultura o la solidaridad. Algo si se quiere, muy difícil de explicar pero casi tangible.

A partir de ahora comienza la pugna entre las dos corrientes que dividen a la jerarquía eclesiástica en cada  elección de futuro Papa. No hablamos de conservadores y progresistas, que no deja de ser una terminología mediática y, de tan reiterada, aburrida. No, la batalla se libra entre las dos corrientes que siempre han poblado la Cristiandad: fieles e infieles al Magisterio. Los segundos resaltarán la necesidad de democratizar la Iglesia; los primeros insistirán en que la Iglesia nunca ha sido ni puede ser democrática, quizás porque el principio de un hombre-un voto no puede aplicarse cuando uno de los votantes es Dios.

Y, en efecto, puede ser una lucha muy dura. En ella estamos todos concernidos. También las autoridades civiles, los poderes económicos e informativos que ahora guardan versallesco luto por la muerte de Juan Pablo II. Porque esto es lo curioso de la Iglesia Católica, lo específico, lo que no se repite en ninguna otra confesión o institución: quienes pregonan que se trata, o bien de una infamia o bien de una estafa, en lugar de abandonarla a su suerte, de despreciarla, como quien desprecia a un demente, se entrometen en su funcionamiento a cada instante. Es como si la gente que denuncia a los trileros se empeñara, no en la detención de los mismos, sino en conocer los mecanismos que utilizan para engañar a los incautos y, lo que es más sorprendente, en sustituir al trilero.