Sr. Director:

Empezamos permitiéndoles que sustituyeran los símbolos comunes por los excluyentemente suyos de forma que la bandera del PNV lo fue de una Comunidad Autónoma Vasca unilateralmente denominada Euskadi y la añeja canción de guerra de media Cataluña se convirtió en el himno moderno de toda ella. Seguimos entregándoles parcelas de autogobierno sin precedentes en la Europa democrática, incluyendo en un caso la insolidaria antigualla del Concierto y el Cupo y en el otro hasta el control de las prisiones. Y por supuesto la Policía Autónoma. Y, por supuesto, la Educación, las televisiones públicas y el monopolio de la cultura. Aprendimos a bailarle el agua al Molt Honorable President y a aguantarle lo que fuera al lehendakari. Primero cedimos el 15% del IRPF y después cedimos el 30% del IRPF. Aceptamos la inmersión lingüística, la distorsión de la verdad histórica y el lavado de c erebro a unas nuevas generaciones programadas para la indiferencia o el abierto odio hacia cuanto significa España. Amnistiamos a los asesinos de la primera hora y pronto estarán en la calle hasta los desventradores de niños de los peores antesdeayeres de dinamita y plomo. Ya se oye el txistu de la ignominia, ya se divisa el aurresku que nos humillará durante su homenaje.

Zapatero, el nuevo jefe de cocina, el dilecto maître que ahora les ha tomado la comanda, pretende hacernos creer que esta vez será la última que tendremos que satisfacer sus pretensiones. Que con la Comisión del Mercado de las Telecomunicaciones, los papeles de Salamanca, el control del sector energético, su reconocimiento como «nación», un capítulo de derechos y deberes exclusivamente suyos, la suplantación del Supremo por el Tribunal Superior de Cataluña, un poder judicial aparte, unos cuerpos de funcionarios judiciales propios, un Síndico de Greutges que deje sin trabajo -en el caso de que alguna vez lo haya tenido- al Defensor del Pueblo, el control de puertos y aeropuertos, la competencia sobre inmigración, la obligatoriedad del catalán, el 50% del IRPF, el 50% del IVA, el 58% de los impuestos especiales, una Agencia Tributaria de momento concertada, siete años de inversiones públicas garantizadas, la exclusividad del servicio meteorológico para que en Cataluña sólo llueva a gusto de algunos, el blindaje de todo ello y dos o tres fruslerías más ya, por fin, de una vez por todas y para siempre, o al menos durante una generación, se van a quedar contentos. Quia.

¡Pobre Zapatero, qué caro va a pagar todo esto! Estos días va muy ufano por la vida, celebrando su propio ingenio al darle al PP el cambiazo de Carod por Artur Mas, proclamando en las teles adictas que nunca ha habido en nuestro país tanta «unidad» como ahora, ninguneando los «casos aislados» de esos españoles extravagantes que se empecinan en que sus hijos reciban enseñanza en español en cualquier lugar del territorio español, contemplando impertérrito -¿o tal vez complacido?- cómo ese Fiscal General en quien ha puesto todas sus complacencias pisotea brutalmente los postulados de la «democracia bonita» que no ha tanto prometía Debe ser que Conde-Pumpido no ha leído lo suficiente a Pettit.

Sí, va muy ufano por la vida, pero antes o después el gigante tragón se lo va a comer por las patas y entonces yo seré de los pocos que derramarán una lágrima por él. Es cierto que tiene al PSOE perfectamente hilvanado en el dobladillo del autoengaño y que cuenta con los votos suficientes en el Congreso, en el Senado y en el Tribunal Constitucional. Tras la mojigatería de Aznar al no cubrir las dos vacantes que correspondían al Ejecutivo por tratarse ya de un Gobierno en funciones, Zapatero bien podría permitirse el lujo hasta de restablecer el recurso previo. Por ahí no tendrá ningún problema, como acaba de comprobarse en la votación sobre la recusación del magistrado Pérez Tremps. Si alguien que ha emitido un dictamen remunerado sobre el Estatuto para una de las partes puede luego emitir sentencia con imparcialidad, más vale no hacerse la menor ilusión sobre el Alto Tribunal. Pero que algo pueda ser considerado como constitucional no excluye que resulte una y cien veces nefasto para los intereses generales.Y ése es el caso.

Bono podrá consolarse con su orden ministerial que sitúa al castellano como idioma único de las Fuerzas Armadas, pero bastará que la Generalitat la recurra para que sea papel mojado. López Aguilar podrá proclamar y requeteproclamar que mientras él sea ministro los secretarios y agentes judiciales no quedarán a merced de la voracidad de Gargantua, pero eso tendrá fácil solución pues cualquier día dejará de serlo. ¿Con qué pañuelo enjugarán sus lágrimas Solbes, Sevilla y Alonso? Probablemente con el de que todo podía haber resultado aún mucho peor. Pero todos ellos saben que tanto por el modo con que lo van a aprobar -poniendo fin a un cuarto de siglo de consenso sobre los temas de Estado- como por las cosas que van a aprobar, el día en que el Estatuto salga de las Cortes para ser refrendado en Cataluña habrán cruzado un peligroso Rubicón de imposible marcha atrás.

Zapatero cree que, después de haber estimulado tanto las papilas gustativas del ávido tragaldabas -les dijo, mal que le pese, que apoyaría «el» Estatuto que viniera de Cataluña; les dio alas para autodeclararse «nación»; les convenció de que llegaran a Madrid pidiendo la Luna- bastará ahora una copiosa pero limitada dieta mediterránea, ese «buen cacho» con el que se relame el diputado Homs, para aquietar a su gaznate. Oh, iluso. El último hallazgo de la nouvelle cuisine zapateril se llama «centralidad».El presidente cree que el rechazo frontal del PP y el cabreo cósmico de ERC -complementado incluso con el apuñalamiento de Maragall- serán elementos que se neutralizarán entre sí y que reafirmarán su amplio espacio posibilista.

Eso mismo es lo que pensaban todos aquellos que, después de haberla fomentado, intentaron «prevenir», «encauzar» o «congelar» la Revolución manejando sus teclas a mitad de camino entre la reacción aristocrática y la barbarie de los sans culottes. Lo intentó Necker, lo intentó La Fayette, lo intentó Mirabeau, lo intentaron los triunviros partidarios de la Monarquía constitucional -Barnave, Lameth y Duport-, lo intentaron los girondinos, lo intentó Danton e incluso, a su sanguinario modo, lo intentó Robespierre. ¿Cuál es la explicación de que todos los que no se exiliaron o tuvieron una muerte prematura fueran, sin excepción, guillotinados? Rabelais la dejó escrita dos siglos y medio antes de que nada de esto sucediera.

Me refiero al momento culminante de la merienda en la que Grandgousier -que por algo significa Gran Gaznate- se define sobre la bebida entre «un ir y venir de frascas, un trote de jamones, un rechinar de cuencos y un revuelo de vasos». En u na escena digna de Falstaff -y eso es escalar hasta la misma cima de la reinvención literaria del género humano-, mientras su esposa preñada ya de once meses se atiza una calderada de callos, el padre de Gargantua pone sus cartas sobre la mesa entre la gula, el hedonismo y los vapores etílicos: «Bebo por la sed que he de sufrir. Eternamente bebo, y así la bebida es para mí eternidad y eternidad es mi bebida».

¡«Bebo por la sed que he de sufrir»! Esa es la condición sustancial de todos los movimientos nacionalistas cuya única razón de ser es conducir a sus pueblos, con un ritmo o con otro, hacia la tierra prometida de la independencia, pasando por el oasis de la autodeterminación. Como para la familia de los Gargantuas, la comida y la bebida -es decir las sucesivas concesiones que arrancan al Estado al que pretenden suplantar- no son para ellos el modo de satisfacer unas necesidades objetivas del presente sino el mero aperitivo que anuncia las ansias redobladas del futuro. Beben y comen hoy pensando ya en el hambre y la sed que indefectiblemente sentirán mañana.

¿Y cuándo concluirá eso que certeramente describe R