Hace unos días leí un par de noticias que, como lo del dicho popular, una era buena y la otra era más que mala pues, como verán cuando les cuente, era miserable, cobarde y mezquina. Empecemos por la buena.

La primera noticia decía que el Papa había autorizado la beatificación de otros dos mártires españoles, el sacerdote Cayetano Clausellas Ballvé (1863-1936) y el padre de familia de once hijos Antonio Tort Reixchas (1895-1936). Los dos fueron asesinados en Barcelona durante la Guerra Civil, el primero en la carretera de Sabadell y el segundo en el cementerio de Moncada, que es considerado “El Paracuellos” de Cataluña, por el elevado número de los que allí fueron asesinados por la Generalidad de Luis Companys, a quien se responsabiliza del exterminio de más de 8.000 personas, la mayoría católicos y por el único motivo de ser católicos, es decir por odio a la fe.

Así pues, solo está pendiente celebrar la ceremonia religiosa de beatificación, pero ya se puede considerar que estos dos forman parte de los 2.130 mártires (2.119 beatos y 11 santos) reconocidos oficialmente hasta el momento por la Iglesia porque en proceso de beatificación hay otros 3.000, que murieron todos a manos de los socialistas, los comunistas y los anarquistas durante la Segunda República y la Guerra Civil. El sacerdote, capellán de una residencia de ancianos, sufrió el martirio el 15 de agosto de 1936. Recomiendo el magnífico artículo que ha escrito Jorge López Teulón sobre Cayetano Causellas. Por mi parte, me voy a detener en contar el martirio del padre de tan numerosa familia.

El hoy alabado y homenajeado Lluis Companys fue el responsable de más de 8.000 asesinatos, muchos de ellos por ser católicos

Antonio Tort era un joyero que tenía su establecimiento en el número 17 de la calle Call, en la parte antigua de la ciudad de Barcelona, muy cerca de la catedral y del palacio episcopal. Además del matrimonio y de los once hijos, en el domicilio familiar de Antonio Tort vivían también sus padres y su hermano Francisco.

Antonio Tort y el obispo de Barcelona, Manuel Irurita Almándoz (1876-1936) se conocían antes de que estallara la Guerra Civil, el 18 de julio de 1936. Y el prelado, que no era muy dado en prodigar alabanzas gratuitamente, en cierta ocasión refiriéndose al joyero dijo: “Es el hombre admirable”. Antonio Tort era conocido en la ciudad por su devoción a la Eucaristía y a la Santísima Virgen de Lourdes, por lo que solía ir de camillero en las peregrinaciones a ese santuario mariano. Todos los domingos, después de misa, se presentaba en el Sanatorio de Antituberculosos del Espíritu Santo en San Adrián del Besós para cuidar a los enfermos. Los domingos, después de comer, por la tarde, ayudaba en la catequesis de los niños, que se impartía en la basílica de la Merced.

Por otra parte, el obispo Antonio Montero Moreno escribió el libro titulado Historia de la persecución religiosa en España (1936-1939), publicado en 1961; y la fecha de edición de este libro es para tenerla en cuenta, porque en 1961 faltaban todavía ocho años para que nombraran obispo al autor de esta magnífica investigación histórica, y tendrían que transcurrir otros cinco hasta 1966, año en que se creó la Conferencia Episcopal Española, que es la institución que mantiene que los verdugos de los mártires de la Segunda República y de la Guerra Civil no fueron ni los socialistas, ni los comunistas, ni los anarquistas, sino  “el siglo XX” o la “década de los treinta”, de ahí la doble denominación oficial de “mártires del siglo XX” y “mártires de la década de los treinta”.

Pues bien en este libro Antonio Montero califica a Manuel Irurita de “obispo religioso” y lo justifica reproduciendo un texto de quien le trató, en el que da cuenta de sus prácticas de piedad: “cinco cuartos de hora de oración mental por la mañana y media hora por la tarde en su capilla; rezo diario de las tres partes del rosario; lectura espiritual y una docena de visitas diarias al Santísimo; ayunos y abstinencias; disciplinas y cilicios, exámenes detenidos: este era el reglamento privado del doctor Irurita”. La consecuencia de este plan de vida es que en repetidas ocasiones Manuel Irurita manifestó que “nada le llenaba tanto como conferir a los jóvenes seminaristas las órdenes sagradas”. Les resumo lo que se cuenta en este libro de su martirio, conectado con el de Antonio Tort.

El obispo de Barcelona en 1936, Manuel Irurita dijo a sus verdugos, antes de morir: "Os bendigo a todos los que estáis en mi presencia, así como también bendigo las balas que me ocasionarán la muerte, ya que serán las llaves que me abrirán las puertas del cielo"

El 20 de julio de 1936 Antonio Tort tuvo la confirmación en su casa de verano de Monistrol de que, fracasada la sublevación del general Manuel Goded (1882-1936), los republicanos se habían hecho con el control de Barcelona. Y en ese momento dejó a su mujer y a sus hijos en Monistrol y marchó a Barcelona. Cuando su madre le advirtió del peligro que iba correr, Antonio Tort le contestó: “¿Y los católicos hemos de ver que arden los templos y las casas de religiosas, sin hacer nada para impedirlo?”.

Estaba en lo cierto el joyero, porque al día siguiente, el 21 de julio, los revolucionarios asaltaron el palacio episcopal de Barcelona por lo que monseñor Irurita tuvo que abandonarlo y se refugió en el domicilio de un sacerdote. Providencialmente, poco después, monseñor Irurita se encontró en plena calle con Antonio Tort, que le invitó a alojarse en su casa, tras convencerle de que el domicilio de un sacerdote no era lugar seguro.

El obispo aceptó la invitación y se trasladó a la casa de Antonio Tort, junto con Marcos Goñi, sacerdote, uno de sus colaboradores en el obispado y sobrino suyo. Tío y sobrino compartieron la vivienda con Francisco Tort, hermano del joyero y con Mercedes, una de sus once hijos. Antonio Tort también cobijó en su casa a cuatro Carmelitas de la Caridad; una de ellas, María Torres, sobrevivió y ha sido la fuente para saber cómo vivieron escondidos durante cuatro meses. Después de destinar una habitación para oratorio, dividieron la casa en tres partes, una para los dos sacerdotes, otra para las monjas y la tercera para la familia Tort. Y en una publicación de 1945 titulada Flores de sangre del vergel carmelitano se nos cuenta cómo distribuían el tiempo:

“Allí se vivía vida religiosa. El prelado se levantaba a las cinco, como las nuestras. A las seis se abría el oratorio y entraban las hermanas y la familia Thor. A las seis y cuarto empezaba la misa, que celebraba el señor obispo y en la que comulgaban todos, dando gracias en la siguiente, que celebraba don Marcos. A las ocho, a toque de matraca o carraca, iban al desayuno. Después, cada cual a sus ocupaciones hasta las doce, hora en la que, reunida en el oratorio aquella compleja comunidad, rezaban el ángelus y una parte del rosario. A la una, y mediante el consabido toque, se reunían en el comedor. Su excelencia bendecía la mesa y daba gracias, concluyendo con la visita al Santísimo Sacramento en el oratorio.

A las cinco se rezaba otra parte del Santísimo Rosario y las letanías del Sagrado Corazón. A las ocho, la tercera parte y visita al Santísimo. Seguía la cena, con los rezos de costumbre. Después las religiosas se retiraban a su cuarto, y el señor obispo se quedaba con la familia un ratito de sobremesa, hasta las diez. Cada ocho días se confesaban con el prelado. En aquellas circunstancias, ¿qué más podían desear?”.

El obispo Irurita pudo tener entrevistas en su escondite con personas perseguidas por su condición de católicos, como fue el caso de la superiora general de las Carmelitas de la Caridad, la beata Apolonia Lizárraga, que fue martirizada en la checa San Elías, donde la descuartizaron con una sierra y echaron sus restos a los cerdos

Durante cuatro meses, el obispo Irurita vivió escondido en casa de Antonio Tort, ocultando su condición de obispo y con un nombre supuesto, Manuel Elías. Muy pocos conocían la verdadera identidad del obispo, como fue el caso del religioso oratoriano José María Torrens, que actuando como su vicario pudo asistir a los sacerdotes que estaban escondidos por la ciudad. Y gracias a este enlace con el exterior Manuel Irurita pudo tener entrevistas en su escondite con personas perseguidas por su condición de católicos, como fue el caso de la superiora general de las Carmelitas de la Caridad, la beata Apolonia Lizárraga, que fue martirizada en la checa de San Elías, donde la descuartizaron con una sierra y echaron sus restos a los cerdos.

El 1 de diciembre de 1936, por una información que descubría la condición de católico de Antonio Tort se produjo un registro en su casa, donde encontraron los objetos religiosos de la habitación que servía de oratorio. Y tras la profanación y el robo de cuanto tenía algún valor, se llevaron detenidos a Antonio Tort, a su hija Mercedes, a su hermano Francisco Tort, a tres de las monjas, una de ellas María Torres que ya dijimos que sobrevivió y por eso pudo contar lo que pasó, y al obispo Irurita y a Marcos Goñi, su sobrino. En la detención Manuel Irurita ocultó su condición de obispo no así la de sacerdote, por lo que los milicianos que se lo llevaron pensaron que habían capturado a un sacerdote que se hacía llamar Manuel Elías. 

Todos ellos fueron llevados al comité de San Adrián y de ahí al central de San Gervasio, desde donde les trasladaron a la checa de San Elías. Allí en uno de los interrogatorios le preguntaron, según ellos, al sacerdote Manuel Elías, si había celebrado la misa, y el obispo Irurita contestó: “No he dejado de celebrarla ningún día, y si aquí me dejan, también lo haré; el mundo se sostiene por el sacrificio de la Santa Misa”. A continuación, le cachearon y le quitaron el rosario, a lo que comentó: “es que no puedo vivir sin mi rosario”, lo que provocó la burla de sus carceleros, bien entendido que sus burlonas risotadas no eran cualquier cosa, porque dado quienes las emitían debían ser risotadas de progreso.

El 4 de diciembre el obispo Irurita, Antonio Tort y los que convivían con él escondidos en su casa fueron martirizados en Moncada. Por uno de los testigos que presenció la escena, sabemos que las últimas palabras del obispo Irurita fueron estas: “Os bendigo a todos los que estáis en mi presencia, así como también bendigo las balas que me ocasionarán la muerte, ya que serán las llaves que me abrirán las puertas del cielo”.

Y ahora vamos con la segunda noticia que les prometí comentar al principio de este artículo. Esta segunda noticia nada tiene que ver con la aprobación de la beatificación de los dos mártires a los que nos hemos referido, y de la que ninguno de los medios oficiales que los obispos tienen en Cataluña ha hecho ni la más mínima referencia; nada, no han dicho nada de nada. Semejante ninguneo ya es antiguo, tiene precedentes y guarda relación con lo sucedido en Tarragona en 2013, porque desde esa año tratan torpemente de contrarrestar lo que allí sucedió.

Les cuento; era tal la cantidad de beatificaciones que había por entonces, que decidieron agrupar las ceremonias de beatificación, y ese año le tocó la suerte a Tarragona, donde en octubre de 2013 se beatificaron nada menos que a 522 mártires. Situación que fue tan mal digerida como demuestra la rueda de prensa que mantuvieron, tras la ceremonia, el obispo de Tarragona de entonces, Jaime Pujol, y Juan Antonio Martínez Camino, que aunque entonces no era obispo auxiliar de Madrid, sin embargo era el portavoz de la Conferencia Episcopal.

Y ahí les tienen a los dos haciendo equlibrios en el trapecio: Martínez Camino, en un juego de palabras cambiando mártires por víctimas, diciendo que eran víctimas del siglo XX, centuria en la que hubo muchas, muchísimas víctimas en diversos países de Europa, como las que exterminaron los nazis, y que la Iglesia no olvida a ninguna víctima y que si patatín y que si patatán… Y por su parte, monseñor Pujol empleó su turno en hablar de cualquier cosa: que lo bien que lo hicieron los mossos d’escuadra, que menuda entrega y gran sacrificio de los voluntarios, que la organización y el orden fueron magníficos, y como la cosa iba de mártires le dedicó un buen rato a San Fructuoso de Tarragona que aunque del siglo tercero también fue mártir, que lo que él quería es que hubiera reconciliación, mucha reconciliación, que si lo que sea para echar balones fuera y no referirse a los 522 mártires, para acabar diciendo monseñor Pujol que los beatificados no tenían nada que ver con bandos… Y para qué seguir contando, les facilito el enlace de esa rueda de prensa para que vean las melonadas que se dijeron para ocultar la realidad, no fuera a ser que les tacharan de franquistas.

La segunda noticia la leí cuando se anunciaba la aprobación de la beatificación del capellán de la residencia de ancianos y del joyero. En ella se informaba de que el vicario general de la archidiócesis de Tarragona había acudido a Barcelona el pasado 14 de abril, aniversario de la proclamación de la Segunda República, para participar en un acto en el cementerio organizado por víctimas del franquismo, en el que el vicario general de Tarragona pidió perdón por los desmanes cometidos por el franquismo.

el vicario

Joan Águila jura el cargo de vicario general de la archidiócesis de Tarragona ante su obispo Joan Planellas

Les diré que ese vicario general de Tarragona se llama Joan Águila, que ya se hizo famoso por jurar su cargo en manga corta y con vaqueros delante de su obispo, que fue uno de los 450 curas y diáconos firmantes de la «Declaració sobre el Referèndum d’Autodeterminació», en la que se podía leer que era “legítima y necesaria la realización” y se animaba a los católicos a votar, que colgó del campanario de su parroquia una enorme pancarta amarilla con la palabra libertad, en favor de los golpistas catalanes, y que por ser vicario, como lo que significa la palabra de su cargo, obra en nombre del arzobispo de Tarragona, Joan Planellas, siempre que  no le desacredite, lo que no ha hecho nunca.

Por lo tanto, a mí la petición de perdón por los víctimas del franquismo que ha hecho el vicario general de Tarragona y, por lo tanto, también de su obispo, Joan Planellas, puesto que no le ha desautorizado, me parece de una hipocresía de tamaño buque, porque ninguno de los dos tiene nada que ver con lo que sucedió en la Guerra Civil. Sin embargo, si que tienen motivo para pedir perdón y no lo hacen por situaciones que son de su directa competencia. Se me ocurre, por ejemplo, que podían pedir perdón por tener su seminario vacío, donde según las últimas estadísticas oficiales solo hay tres seminaristas. Y claro con tan pocos candidatos, ni el obispo actual de Tarragona ni su vicario, a diferencia de lo que le sucedía a Manuel Irurita, se pueden sentir plenos de gozo por la ordenación sacerdotal de jóvenes seminaristas.

 

Javier Paredes

Catedrático emérito de Historia Contemporánea de la Universidad de Alcalá.

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