A la misma hora en que servidor lanzaba carcajadas con la lectura de El Romancero de España, una verdadera zurra poética, ritmo, medida, rima y cachondeo, o historia de Iberia, en verso, desde Atapuerca hasta los Reyes Católicos, moría su autor, Jaime Campmany, uno de los pocos convencidos de que era posible burlar a la parca. Y no, no es posible.

Conocí a Campmany cuando fiché por el semanario Época, cuando él aún lo dirigía. A las persona no las conocemos cuando pintan oros, sino bastos. Pintaron bastos el día en que el todopoderoso presidente de Telefónica, Juan Villalonga, empresa de la que dependía la subsistencia misma del semanario, pretendió censurar un artículo de este servidor. No sólo eso, pretendía un nuevo artículo de algo bien distinto. Fue una conversación en su despacho, de las tantas que se dan entre director (y en este caso, además, empresario) y que constituyen la letra pequeña de la profesión, la que nunca sale a la luz. Yo me defendía apelando a la veracidad de mi artículo mientras él me advertía que, sin Telefónica, Época habría tenido que echar el cierre, amén de recordar que los chicos de Villalonga no pretendían mentir, sólo digamos, explicar la situación desde otro punto de vista.

En ese momento se me ocurrió un cambio de táctica. Creo que fue mi ángel custodio el que me susurró la idea. Con el más verosímil engolamiento del que fui capaz, subido al púlpito, le dije lo siguiente:

-Y además, Jaime, eso es indigno.

Entonces se produjo el cambio. El caballero español que anidaba en Campmany, un caballero mitad Quijote, mitad Sancho Panza, se revolvió. Me miró desde aquellos ojos maliciosos, y exclamó:

-Pues entonces escribe lo que te venga en gana.

No, no gané. Él sabía que después de esa defensa, yo iba a pulir las aristas más duras de mi artículo, pero sería mi artículo. Además, eso no le resta al gesto ni un adarme de grandeza. Campmany no era un director, era, ante todo, un periodista y un escritor, sin duda la mejor pluma del periodismo español actual. Por eso le costaba tanto censurar nada: el vivía en la misma trinchera. Jamás le oí hablar de los periodistas en tercera persona, como tantos plumíferos que han abandonado la tecla y se dedican a la dirección, la gestión y la planificación. O sea, un asco.

Época cambio de propietario y me despedí de Campmany. Le dije algo parecido a esto : Cuando llegué aquí te tenía por un facha y un viejo verde. Ahora sé que de facha no tienes nada.

Lo de viejo verde es perdonable. A fin de cuentas, uno ha visto como Campmany hablaba a gritos con una de las periodistas que más años ha gastado con el murciano : Isabel Hernando. Campmany aseguraba ante todos los presentes su gusto por los culos femeninos:
-De acuerdo, me gustan los culos, pero soy lo suficientemente humilde como para reconocerlo.

A lo que Isabel, presunta subordinada, pero sobre todo amiga, respondía:
-Déjate de chorradas, Jaime, que a ti lo único que se te hincha ya son las canillas.

Campmany ha sido un periodista a la antigua. De esos directores de los que el nuevo periodismo se ha reído durante años. Campmany no era un moderno, por eso valoraba el trabajo de los redactores. Los periodistas antiguos veían a la prensa como una colección de seres humanos que contaba historias. Sabían que a lo mejor tenían que ceder ante los poderosos, especialmente ante los poderosos del dinero, convencidos de que son los que más daño pueden hacer. Y sabía resistirles. Campmany era lo contrario a aquel director general de una importante cadena de radio, que, un día antes de incorporarme a la redacción como jefe de Economía, me resumió de esta forma el ideario de la casa:
-No hay empresarios buenos ni malos. Todos son creadores de riqueza.
Y, se lo aseguro, nuestro hombre sigue triunfando en la vida (hoy es el segundo ejecutivo de un importante canal de TV).

Yo, qué quieren que les diga. Me quedó con los directivos antiguos, estilo Campmany. Eran tan anticuados que valoraban más a la persona que a la empresa. Aunque les condujera a la quiebra. En efecto, Campmany tuvo que vender por una peseta el semanario Época, pero su legado periodístico y literario será recordado leído- por muchos. Del gran gestor anónimo al que me he referido, nadie se acordará cuando se haya jubilado.

Eulogio López