Pedro Almodóvar retoma en La mala educación el submundo homosexual que ya retrató en La Ley del deseo (1987), en el que todos los personajes se mueven por todo tipo de bajas pasiones. Están ante un relato en el que el director manchego, ofuscado por su odio a la Iglesia católica, ha sido incapaz de desarrollar un argumento meramente lógico. Porque, en La mala educación todo es alambicado y morboso, quizás porque, en la vida, las cosas que no merecen la pena son simples y complicadas, frente a las cosas serias que son sencillas y complejas. En este contexto, el desfile de personajes falsos, que resultan meros comparsas de una película simple, son algo patéticos. De hecho, la música de Alberto Iglesias intenta convencernos de que estamos dentro de una película de suspense. Nada más lejos de la realidad. La mala educación es, antes que nada, un culebrón sin gracia. Pedro Almodóvar utiliza la crítica a la Iglesia católica como gancho para captar un público sediento de escándalos, que reirá ante las masturbaciones que se hacen dos niños o la mirada lasciva "al paquete" de un individuo. Todo un alarde de buen gusto y sensibilidad. Pero si nos fijamos en el apartado exclusivamente cinematográfico, La Mala educación no llega al aprobado porque resulta una película aburrida, con un desarrollo pesado y unos diálogos reiterativos. Afortunadamente, no contiene un final perverso como Hable con ella (nada más perverso que hacer héroe de una historia al violador de un ser indefenso). El problema estriba, en esta sociedad amodorrada, si alguien será capaz de denunciar, como en el famoso cuento, que el emperador está desnudo, que "nuestro genio" ha vuelto a hacer una mala película.