Resultaría muy simplón asegurar que el momento de la mujer en la Iglesia ha llegado, porque el momento de la mujer en la Iglesia ha sido siempre. El problema es que en el siglo XXI ya no hablamos en femenino, sino en feminista y aprovecho para recordar que todavía hay algo más tonto que un obrero de derechas y es un varón feminista.Pero es que, cuando hablamos en feminista -tanto ellos como ellas-, acabamos por tratar a la mujer como a un ídolo, y entre ídolo y esclavo existe una línea divisoria muy estrecha.































A ello se une que el feminismo imperante representa una constante presión para que la mujer pierda su gran virtud tradicional frente al varón: la humildad. Muchas mujeres, en pro de su liberación, han conseguido la marca de ser más soberbias que el hombre. Por ejemplo, no admiten maestros ni maestras -de ningún tipo-, no admiten autoridad alguna y, en resumen, se consideran dioses de sí mismas hasta establecer un venenoso código moral, o sea, inmoral: bueno es aquello que hacen las mujeres; malo, lo que hacen los varones.































Naturalmente, el feminismo tenía que topar con la Iglesia, no porque la Iglesia sea machista (con el machismo topa lo femenino, no los feministas) sino porque la Iglesia cree, como todo ser dotado de sentido común, que las cosas son buenas o malas por sí mismas, no por el poder que se obtiene de establecer en la sociedad un código moral u otro. Para una feminista, la Iglesia -y cualquier otra cosa- es un sistema de poder y el poder lo representa la jerarquía… por lo que la liberación femenina consiste en alcanzar el sacerdocio. Ahora bien, o el sacerdocio es servicio, no poder, o es mal sacerdocio. Mal sacerdote es aquel que pretende hacer carrera clerical, como le recordaba constantemente a la Curia el fallecido Juan Pablo II.































Por eso, Benedicto XVI, que nos visita, asegura que la excelencia cristiana no consiste en ser cura sino en ser profeta. Profeta -decíamos en la edición del miércoles- no es el que adivina el futuro sino el que dice la verdad porque habla con Dios en la oración. El primero entre los profetas, según el Papa, es la Virgen María: "Hay una antigua tradición patrística que no llama a María sacerdotisa, sino profetisa… es en María que el término de profecía en sentido cristiano se define mejor pues hace referencia a esta capacidad interior de escucha… que les permite percibir el murmullo imperceptible del Espíritu Santo".































Vamos, que Benedicto XVI rememora el viejo chiste que explica por qué Dios creó a la mujer: cuando hizo a Adán, observó su obra y exclamó: "Esto hay que mejorarlo". Por lo demás, no es casualidad que el número de místicas supere al de místicos, y que revelaciones y éxtasis hayan tenido más protagonistas femeninas que masculinas. Vamos, que mejor ser profeta que cura. En la jerarquía cristiana, es puesto mucho más elevado.































Y si alguna mujer que lea estas líneas considera que digo lo que digo por ser varón, entonces es que ha entrado en la perversión -y el coñazo- del poder. Vamos, que le han inoculado el virus feminista. ¡Que Dios la proteja!































Eulogio López















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