La guapa del Bentley conducía por el distrito de Kensington, el más elegante de Londres. La mora del niqab iba a cruzar ese remedo de paso de cebra con el que los ingleses marcan los cruces de calle, con un mobiliario urbano que sólo ellos entienden.

La rubia del Bentley miró con expresión de profundo desprecio a la mora del niqab y, en lugar de cederle el paso al peatón, aceleró, supongo que con la incoada intención de llevársela por delante. Son instantes que duran toda una vida, así que aún le dio tiempo para mirarme a mí como expresión de me has pillado, pero esa pelleja se lo merecía.

La metrópolis londinense ha sido invadida. Los árabes ricos han colonizado a uno de los pueblos más xenófobos que existe, el inglés. El imperio desapareció tiempo atrás, pero no su estatus. Harrods es tan caro que sólo pueden permitírselo mujeres árabes con pañuelo cuando no con niqab, que es lo más parecido al burka. Como al parecer no pueden lucir los modelos occidentales eligen la carísima lencería y otras prendas que lucir, como vaqueros, al menos cuando hablamos de pañuelo, no de ocultación de identidad detrás del niqab, por no hablar de los cosméticos, por toneladas que pueden lucir en la escasa cantidad de su cuerpo sometido al visionado ajeno. Ni me gusta la ocultación árabe de la mujer, lo mismo que no me gusta la exhibición de la mujer occidental pero éste no es ahora el problema.

El problema es que a los ingleses no les gusta esta inmigración, así que han decidido convertirla en negocio. Han decidido venderles todo, pero como muchos de estos señores del petrodólar prefieren vivir en la civilizada Londres que en el sofisticado desierto, aún se les puede rascar más el bolsillo. Se les puede vender cada centímetro cuadrado de Kensington, Chelsea o Westminster. Y así se está haciendo.

Pero no se trata, no tan sólo, de que se forren las tiendas de lujo y los promotores inmobiliarios. No, también hay que sacarle rendimiento a la propia vida londinense. La capital del Reino Unido se ha convertido en la ciudad más espantosamente cara de la UE y cuidado que tiene competencia. No podemos echarles, así que nos quedaremos con sus petrodólares, viene a ser el mensaje. Algo es algo. 

Ejemplo: el coste del transporte en Londres. El municipio decidió tiempo atrás que todo coche que pase del anillo de Marylebone hacia el interior de Londres deberá pagar 8 libras (sí, por cada entrada, cada día), precio que pronto subirá a 10 euros. (Por cierto, ojeadores de otras capitales europeas acuden a Londres para que les expliquen cómo funciona tan jugosa extorsión al ciudadano: en breve lo verán instalado, por ejemplo, en Madrid). El que incumpla la norma y penetre en el anillo capitalino sin haber satisfecho la correspondiente tasa, incurrirá en multa de 100 libras. Para que luego digan que los municipios no saben financiarse.

Pues recurra usted al transporte público. No es tan fácil. Billete sencillo de metro y autobús, un solo viaje: 4 libras. Se puede sacar un billete sólo de autobús, sólo para el centro, por dos libras, pero le resultará difícil adquirirlo: no todas las marquesinas lo tienen y muchas no funcionan. Billetes para todo el día: 5,6 libras. Y no: el metro de Londres no es ninguna maravilla. ¿Pase semanal? Depende de las modalidades, pero siempre a partir de las 35 libras. Como saben, Londres es la capital más grande de Europa.

Conclusión: si quieren vivir en Londres ya pueden disponer de ingresos. No podemos detener la migración pero sólo aceptamos inmigrantes ricos.

Eso sí, a cambio de todo esto, se ofrece al visitante el cambio de la Guardia, en el Palacio de Buckingham. La monarquía convertida en atracción turística. No me parece mal, no, y creo que deberíamos importarlo. Don Felipe y doña Letizia a vivir en el Palacio Real, mucho más bonito y amplio que el británico, con balcones a la Plaza de Oriente. Y cada mañana y cada tarde: cambio de guardia.

Pero se trata, el inglés, de un cambio de lo más normalito, amenizado por la mini-orquesta militar que dedica a los turistas canciones de las películas de James Bond, algo poco solemne para Su Majestad, en mi opinión.

Es igual, los ingleses saben vender. Buena prueba de ello es su economía. Puede decirse que no queda industria británica: la han cambiado por la City británica, es decir, han cambiado la economía real -industrial y agrícola- por la especulación financiera.

La City de Londres es como cualquier otra. Sólo la marmórea sede del Banco de Inglaterra y el edificio clásico de la Bolsa de Londres, testifican que, antaño, allí se financiaba y se rentabilizaba un imperio. Ahora sólo se tramitan y derivados que acaban en ruina periódica cíclica de los propietarios mientras los comisionistas vuelven a empezar un nuevo ciclo de latrocinio institucionalizado.

Londres, una ciudad hermosísima, tiene un grano horrible, similar a todas sus tocayas: la City financiera. Siempre he sospechado que el primer castigo al especulador consiste en trabajar en espacios reducidos, en edificios impersonales y vigilados. Así, la especulación financiera del mundo moderno es castigada por su ancestro, la especulación inmobiliaria.

Gran Bretaña es hoy un imperio perdido en un fe perdida. Su industria convertida en bolsa y tomada por unos árabes tan odiados como respetados por el dinero que aportan. 

Los carísimos -bueno tan caros como Madrid, a decir verdad- de la City comen a lo británico. Recuerden que el infierno es un sitio donde el cocinero es inglés. Está claro que los británicos forjaron el imperio más grande del mundo -un 25% del planeta en tiempos de la Reina Victoria- huyendo de su comida y de la manifiestamente mejorable belleza de sus mujeres. Pero entonces tenían un ideal para conquistar: el mundo. Su vieja colonia, Estados Unidos, pronto les arrebató ese ideal y los ingleses se encontraron atascados en su propia nada, recluidos en su isla.   

En mi anterior crónica hablaba del renacido paganismo británico. Pues bien, lo triste es que el nacionalismo británico es todo lo que queda del imperio británico, que no supo ser ciudadanía británica ni practicar el mestizaje. Creó una civilización, sí, pero no supo compartirla. Por eso, a día de hoy percibo un peligro de fascismo británico, y lo digo con mucha pena, que conste. El fascismo no es más que la deificación de la nación. Pero sólo se puede deificar una nación -en este caso, Britania- cuando los valores de esa nación son valores morales, los valores del Creador, los valores cristianos. Sencillamente, porque no existen otros.

Si no es así, se estará adorando a un ídolo. No digo que sea un peligro próximo pero ya es curioso que el país que vio nacer al Grupo de Oxford, que mamó del cardenal Newman -a quien beatificará Benedicto XVI- se comporte ahora con el mismo paganismo prusiano que enfrentó en la primera y, sobre todo, en la II Guerra Mundial, batallas en las que muchos ingleses dejaron su vida frente al paganismo nazi. ¿Cuántos británicos estarían  hoy dispuestos a repetir la hazaña, cuando su patria se ha convertido en patria de mercaderes? La cosa empezó con el rijoso de Enrique VIII, un aprendiz de brujo que puso en marcha el regalismo sin saber qué era lo que ponía en marcha. Una pena. Britania no necesita hoy de una regeneración nacional sino una regeneración moral. Necesita volver a ser un pueblo cristiano sencillamente para ser ella misma. Le va en ello su propia identidad, que ninguna City podrá sustituir.

Eulogio López

eulogio@hispanidad.com