Sr. Director:
Hombre de oración. Largos momentos delante del tabernáculo, una verdadera intimidad con Dios, un abandono total a su voluntad son otros tantos elementos que tocaban a aquéllos que lo encontraban y dejaban percibir la profundidad de su vida de oración y de su unión con Dios.

Fueron su gran alegría y el ambiente de una verdadera amistad con Dios: «Os amo, Dios mío, y mi solo deseo es de amaros hasta el último suspiro de mi vida». Una amistad que supone una reciprocidad, como dos pedazos de cera, precisaba el padre Vianney, que, una vez fundidos, no pueden ya separarse; así es nuestra alma con Dios cuando rezamos

La Eucaristía celebrada y adorada, corazón de todo.

«Está ahí», exclamaba el santo Cura mirando al tabernáculo. Hombre de la Eucaristía, celebrada y adorada; «no hay nada de más grande que la Eucaristía» decía. Lo que quizás más lo tocaba era constatar que su Dios estaba presente en el tabernáculo, para nosotros: «¡Nos espera!» La conciencia de la presencia real de Dios en el Santísimo Sacramento fue, quizás, una de sus más grandes gracias y una de sus más grandes alegrías.

Ofrecer Dios a los hombres y los hombres a Dios. El sacrificio eucarístico se convirtió muy pronto para él en el corazón de su jornada y de su pastoral.

Preocupación por la salvación de los hombres.

Es, quizás, lo que mejor resume lo que fue la presencia del santo Cura durante sus 41 años de permanencia en Ars. Preocupado por su propia salvación y la de los demás, y muy especialmente la de aquéllos que venían a él o que tenía a su cargo. En cuanto párroco, «Dios me pedirá cuentas», decía. Que cada uno pueda gustar la alegría de conocer a Dios y de amarlo, y de saber que Él lo ama en eso trabaja sin descanso el padre Vianney.

Mártir del confesionario.

A partir de 1830, muchas miles de personas vendrán a Ars para confesarse con él: más de 100 mil el último año de su vida. Hasta 17 horas por día permanecía clavado en su confesionario para reconciliar a los hombres con Dios y, entre ellos, el cura de Ars es un verdadero «mártir del confesionario», subrayaba Juan Pablo II.

Subyugado por el amor de Dios, maravillado ante la vocación del hombre, consideraba una locura el querer ser separado de Dios. Quería que cada uno fuera libre para poder gustar el amor de Dios.

En el corazón de su parroquia.

«No se sabe cuánto ha hecho el santo Cura como obra social», dice uno de sus biógrafos. Viendo en cada uno de sus hermanos presente al Señor, no se dará tregua para socorrerlos, ayudarlos, aliviar los sufrimientos o las heridas, permitir que cada fuera libre y feliz.

Orfanato, escuelas, atención a los más pobres y a los enfermos, infatigable constructor nada le escapa. Acompaña a las familias y trata de protegerlas de todo lo que puede destruirlas (alcohol, violencia, egoísmo). En el corazón de su pueblo tiene en cuenta al hombre en todas sus dimensiones (humana, espiritual, social).

Patrón de todos los párrocos del mundo.

Beatificado en 1905, será declarado el mismo año, el 12 de abril, patrono de los sacerdotes de Francia por san Pío X.

En 1929, cuatro años después de su canonización, el Papa Pío XI lo declarará «patrono de todos los párrocos del mundo».

El Papa Juan Pablo II no dirá otra cosa recordando por tres veces que «el Cura de Ars sigue siendo para todos un modelo sin igual, a la vez del cumplimiento del ministerio y de la santidad del ministro». «¡Oh, que el sacerdote es algo grande!», exclamaba Juan María Vianney, pues puede ofrecer Dios a los hombres y los hombres a Dios; es el testigo de la ternura del Padre hacia cada uno y el artesano de su salvación.

Una llamada universal a la santidad.

«Te enseñaré el camino del Cielo», había contestado al pastorcillo que le mostró el camino de Ars, es decir, te ayudaré a convertirte en un santo. «Allí donde los santos pasan, Dios pasa con ellos», precisará él más tarde.

Tomado de la página web del Santuario de Ars.

Gladys Isabel García

quetzalli_42@yahoo.es