Sr. Director:
Cuando la crisis de Cataluña está muy lejos de poder darse por solucionada, la amenaza de otro desafío separatista se barrunta en el horizonte vasco, y determinadas voces «buenistas» empujan hacía un Estado plurinacional, denunciar que la pervivencia de España como Nación está amenazada no parece que peque de alarmismo alguno. Ciertamente es esperanzador que un importante sector de la sociedad no acepte esta situación y aflore ese «ser» español que en otros momentos cruciales de la historia ha salvado nuestra Nación. Más debido a esta presión popular que a convicción, los llamados partidos constitucionalistas mantienen la puerta abierta a aplicar con más severidad el artículo 155.
Hasta cada día más medios reconocen que durante muchos años la presencia de España ha estado ausente de la Cataluña pública y oficial. Abandono que se ha traducido en el predominio del discurso separatista, acompañado de una flagrante hispanofobia, que ha penetrado profundamente entre amplias capas de la población catalana, precisamente por aquella negligente abdicación del Estado y la culpable complicidad de los partidos con responsabilidades de gobierno en España. No obstante, seguimos empecinados en no reconocer el error de raíz. Los medios que se escandalizan por las barbaridades de Torra, incluso aquellos que critican la tibieza de la reacción del gobierno, se empeñan en establecer un cortafuegos en las etapas de Zapatero y Rajoy para repartir las responsabilidades por el desastre que nos está cayendo encima.
No sólo se trata de apuntar a Aznar, que permitió, como el que más, el chantaje de los partidos nacionalistas, PNV y CiU, por un puñado de votos en 1996, cediendo competencias y tributos, igual que Felipe González hizo en 1993. Todo con tal de mantenerse en La Moncloa. Va siendo hora de que alguien se atreva a decir alto y claro que el origen del mal está en una Constitución y una Transición que, en aras del consenso, mercadeó con algo tan inalienable como la unidad nacional, concepto que nada tenía que ver con izquierdas o derechas, ni con heridas ni bálsamos para la guerra civil, ni con democracia, dictadura, república o monarquía. Capitaneados por la UCD de Suárez, que reunió a tantas carreras, oposiciones y apellidos de rancio abolengo, los partidos del sistema no dudaron en convertirse en auténticos ejecutores a la hora de diseñar el nuevo modelo constitucional, aceptando el disparate de introducir el concepto de nacionalidades dentro de la Constitución y diseñando un Estado de las autonomías que, pese a las intenciones manifestadas abiertamente por nacionalistas vascos y por nacionalistas catalanes, iba a ser utilizado para desarrollar una política centrífuga desleal con la cohesión nacional, contraria a la igualdad entre españoles y, como bien ha demostrado el paso del tiempo, fomentadora del separatismo.
Hoy nos echamos las manos a la cabeza por lo que está sucediendo en Cataluña. Pero mientras no se reconozca el origen del problema, será imposible corregir el mal. Es preciso una refundación del sistema político español; no basta con la tímida reforma constitucional que el PSOE el PP están dispuestos a negociar. Urge la aplicación de un nuevo modelo constitucional que recupere competencias esenciales para mantener la igualdad entre todos los ciudadanos y acabar con las manipulaciones e intereses que atentan contra la cohesión nacional, que rectifique el sistema electoral vigente haciendo imposible la presencia en el Congreso de los partidos separatistas que niegan la soberanía nacional y no procuran el bien común de todos los españoles, y la eliminación de cuales quiera obstáculos que impidan la promulgación de una Ley Orgánica de armonización territorial.