Le ofrezco una semblanza histórica sobre los primeros pasos del joven Ratzinger en la Alemania nazi.
La llegada del muy joven Joseph en 1939 al seminario coincidió casi con la invasión alemana a Polonia y el estallido inmediato de la Segunda Guerra Mundial. Era realmente un seminario menor y el futuro Papa tenía sólo 12 años.
Pero no todo era como se lo había imaginado, pues el joven Ratzinger estaba acostumbrado a estudiar pero con mucha libertad, ahí estaba internado y tenía que encerrase en la biblioteca con otros compañeros a repasar sus lecciones y responder sus tareas. También se había implantado el deporte en los nuevos sistemas educativos y Joseph no era muy bueno para esto; además, todos sus compañeros eran mayores y le resultaba difícil adaptarse al nivel de los otros en el equipo de futbol, aunque recuerda que fueron muy pacientes con él.
Pronto se presentaron unos militares y el seminario fue requisado y convertido en hospital militar, así que parecía que se quedaban sin casa de estudios, sin embargo, el director encontró un alojamiento en una casa vacía. Joseph empezó a adaptarse a la vida en común, además, como ahí no había espacio para los deportes, éstos se cambiaron por caminatas por el bosque, lo que sí disfrutaba mucho. Dice que reconoce que esta vida en común lo ayudó mucho para salir de sí mismo y aprender a convivir con los demás.
En 1940, Hitler avanzaba inconteniblemente, sus ejércitos se apoderaron de Dinamarca, Noruega, Francia Bélgica, Holanda y Luxemburgo. Para Joseph fue muy triste enterarse de la muerte de un primo suyo que tenía algunos problemas mentales; supuestamente fue llevado a una institución donde se le daría un tratamiento especializado. En ese entonces nadie sabía de los tratamientos especializados que se daban a los enfermos mentales en Alemania; ahora ya sabemos que en realidad eran asesinados. Se dijo que el primo había muerto de pulmonía y que su cuerpo había sido incinerado.
En 1941 todos esperaban que de alguna manera se solucionara la guerra, pero en lugar de eso se enteraron que Alemania había invadido Rusia, pronto empezaron a llegar las malas noticias del frente y a diario arribaban cientos de heridos sufriendo horriblemente.
El Gobierno requisó más casas para convertirlas en pequeños hospitales que pudieran alojar a tantas víctimas del horror, así que nuevamente se perdió la casa que se usaba como seminario y el Papa y su hermano George tuvieron que regresar a su hogar; Joseph tenía entonces 14 años y su hermano 17.
Pero nadie podía salvarse del terror de esta guerra aunque no se estuviera de acuerdo, así que las autoridades se llevaron a George, por ser mayor, a enrolarse en el ejército, primero como radiotelegrafista, y luego al frente italiano, donde fue herido.
Los estudiantes menores pudieron seguir su instrucción, Joseph se empezaba a interesar por los clásicos griegos y latinos, inclusive le agradaban las matemáticas, pero sobre todo llegó a su vida la literatura y la poesía que lo llegarían a apasionar, con todos estos conocimientos su alma se llenaba de esperanzas, aunque se sentía ensombrecido por la noticias de tantos caídos en los campos de batalla.
La situación se hacía cada vez más grave para Alemania y había que recurrir a todas las fuerzas disponibles, así que los nacidos entre 1926 y 1927 fueron llamados para prestar diferentes servicios a las fuerzas armadas e integrados en forma obligatoria a las Juventudes Hitlerianas, a las que se obligaba a pertenecer a todos los enrolados. De este episodio salen las ridículas afirmaciones de que el Papa fue fascista, como si hubiera sido una decisión voluntaria en un joven que se dedicaba a estudiar para ser sacerdote.
Enrolado en las baterías antiaéreas para proteger las instalaciones de una fábrica de la BMW que hacía motores para aviones, su trabajo fue en el área de comunicación en los servicios de telefonía; el tiempo libre lo podía dedicar a lo que quisiera, así que acudía con un grupo de católicos que se habían organizado en la clandestinidad para dar clases de religión.
Entonces empezaron los bombardeos aéreos sobre Munich; un compañero del Papa murió en un ataque, la ciudad estaba cada vez más en ruinas y todo se ennegrecía, el olor a humo era ya común y el temor crecía a cada instante.
El 10 de septiembre fue liberado de las baterías antiaéreas, pero fue citado a trabajos forzosos en Burgenland, lugar situado en el límite de Austria con Hungría y Checoslovaquia. Ahí fueron tratados con rudeza, debían realizar un ritual ridículo donde se rendía culto a la azada como instrumento de trabajo; era como una especie de liturgia pagana. Una vez terminada la jornada había que dejarla reluciente y caminar con ella como si fuera un fusil, dice el Papa que todo eso lo recuerda como algo verdaderamente opresivo.
Asimismo, llegaron oficiales de las SS invitándolos a pertenecer a esa agrupación, el Papa se negó porque dijo que sería sacerdote y fue agredido con insultos, pero no se inscribió en aquella criminal institución. Así estuvo tres meses en esos trabajos forzados que principalmente consistían en hacer zanjas.
Después regresó a Traunstein, a un cuartel de infantería, donde los soldados festejaron la Navidad con nostalgia y tristeza, sobre todo quienes teniendo esposa e hijos no podían estar con ellos en ese día tan significativo.
Por fin se recibió la noticia de la muerte de Hitler, se esperaba pronto la liberación por parte de los ejércitos aliados, y Joseph decidió regresar a su casa; sin embargo, se sabía que el ejército alemán tenía órdenes de fusilar a todos los desertores; Joseph fue sorprendido, pero esos soldados ya estaban hartos y decidieron no hacer nada.
Finalmente, llegaron los estadounidenses y se hospedaron, entre otras casas, en la de la familia Ratzinger. Al interrogarlos supieron que Joseph había estado enrolado en el ejército y sin la menor consideración por estar en su casa fue obligado a ponerse el uniforme y lo detuvieron. Lo obligaron a caminar con otros prisioneros durante tres días. Los estadounidenses les tomaban fotografías para presumir que habían triunfado sobre ellos.
Por fin llegaron a un lugar abierto donde juntaron a cerca de 50 mil prisioneros, las condiciones eran muy malas, sólo recibían un cucharón de sopa y un pan por día. En el campo había varios sacerdotes detenidos por ser alemanes y se reunían para decir misa. Llegó la lluvia y no hubo más remedio que soportar el frío. No tenían ni relojes ni calendarios, no sabían nada de lo que sucedía en el mundo exterior y el tiempo era interminable.
Parecía que todo había empeorado y que todos eran tratados como si hubiesen participado en la guerra voluntariamente. Sólo la fe en Dios los mantenía en la esperanza de recobrar su libertad.
José Espinosa Cano