(Lucas 24, 1-48; Juan 3, 16-21; y Juan 20, 19-31)

El grupo básico de los que vosotros, hombres de la modernidad, conocéis como "las santas mujeres" eran, en realidad, dos colectivos distintos, las de Galilea y las de Jerusalén. Entre las primeras, las del norte, figuraban parientes del Maestro, sobre todo María, la madre de Santiago el menor, primo de Jesús, así como otra María, la madre de los Zebedeos, Santiago y Juan. Las jerosolimitanas, de clase social más alta, estaban capitaneadas por Juana, esposa de Cusa, un tipo importante entre los cortesanos de Herodes, así como por Salomé, otra dama noble de la capital. Y entre ambos grupos andaba María Magdalena, la más próxima a mi Señora Miriam, de la que Cristo había expulsado siete demonios. Y para no liaros más, no añadiré a Marta y María, hermanas del resucitado Lázaro.

Si los evangelistas -sobre cuyo estilo expositivo nosotros, los Espíritus, albergamos alguna que otra crítica constructiva- hablan como si se tratara de un grupo homogéneo es, porque tanto unas como otras, giraban alrededor de la Reina de los Ángeles, mi Señora Miriam, a la que tanto las proletarias galileas como las acomodadas capitalinas consideraban, no ya su superiora, sino, lo que es más importante: su referencia moral y vital.

Una de las jerosolimitanas más influyentes era la madre de Marcos, aquel evangelista que acabaría en cronista y apóstol. Era ella quien prestaba una de sus casas en Jerusalén a los apóstoles y también a las galileas parientes del Maestro. En especial, aquella finca grande que sería conocida como el Huerto de los Olivos, pero también lo que hoy conocéis como el Cenáculo, en el centro del Casco Viejo de la capital de Israel, cercano al Templo de Salomón.

Ambos grupos funcionaban por libre pero, unidos por el lazo mariano, ambos contaron con representantes al pie de la cruz y ambos se dieron cita, tras el paréntesis obligado del sábado, para el primer día de la mena, el domingo, en el sepulcro, donde pretendían embalsamar el cuerpo de Jesús. Y allí se llevaron el gran susto. Primera sorpresa. Cuando María Magdalena comunica a Mi Señora Miriam, sábado noche, que han quedado todas citadas para honrar los restos de su Hijo, a primeras horas del domingo, ésta les agradece el detalle pero les anuncia que ella no acudirá. ¡Gran Sorpresa de todas las presentes! ¿Cómo es posible que la madre del ejecutado no vaya delante de ellas para tan piadosa práctica? Reconozco que hasta los ángeles, quienes nuevamente no entendíamos nada, nos asombramos. No obstante, nuestros superiores,  más prudentes que nosotros, aplicaron nuestra regla de oro: el Espíritu nunca muere y quien había expirado en la cruz no era el hombre-Dios sino el Dios-hombre.

En otras palabras, 'engañados' por los evangelistas –espero que no se me enfaden demasiado- los hombres pensáis que la primera aparición del Resucitado fue a María Magdalena para agradecerle su fidelidad ante la Cruz. Sí pero no. A quien primero se apareció Cristo fue a su Madre, quien, además, siguió todos sus pasos hasta el momento mismo del adiós.

Y otra sorpresa aún mayor cuando las santas mujeres vienen a contarle a Mi Señora Miriam que habían visto al Señor, ésta sonríe pero no se inmuta. Y cuando Pedro y Juan, alertados, acuden al sepulcro y vuelven narrando que la sábana y el sudario ya no envuelven cuerpo alguno y están perfectamente doblados sobre la piedra –el orden austero era una de las notas características del Maestro- María vuelve a sonreír.    

Y más tarde, cuando aparecen Cleofás y su hermano, llegados desde Emaús, la madre del Salvador se marcha al horno para preparar comida como si en aquel momento estuviera esperando visita. El joven Juan de todos los discípulos el más próximo a mi Señora Miriam, el único varón valiente ante la cruz, se le aproxima:

-Tú sabes algo, madre, y no me lo quieres decir.

Pero no hay tiempo para la respuesta. El susto es de infarto. Cristo, el cadáver desaparecido, se aparece en medio de ellos, ocupando el centro de la estancia mayor:

-Paz a vosotros.

Pertinente saludo, aunque fuera, ayer como hoy, una salutación habitual entre los judíos. En medio de la agitación reinante, con un maestro que no entra por la puerta sino que aparece en el interior. Con un cuerpo apenas reconocible por la majestuosidad que emanaba, con Simón Pedro, el jefe, hecho un lío, el espectáculo no resultaba apto para sistemas nerviosos debilitados por la desconfianza, la tristeza y el miedo. Los más histéricos creían ver un fantasma. Pero es lo que ocurre con las alucinaciones, nunca son colectivas, siempre se experimentan de forma rigurosamente individual. Y resulta que todos estaban viendo lo mismo y al mismo tiempo.      

A continuación vino el diálogo más sarcástico que recuerdo entre los muchos que viví con el Maestro:

-¿Por qué estáis turbados y por qué dais cabida a esos pensamientos en vuestros corazones?

Algo así como "¿Por qué sois tan rematadamente obtusos?".

-Mirad mis manos y mis pies: soy yo mismo –y solo le faltó añadir, "en su totalidad manifiesta".

-Palpadme y comprended que un espíritu no tiene carne y huesos, como veis que yo tengo.

Pero los discípulos pensaban entonces como los intelectuales de la modernidad, quienes aseguran que sólo aceptarán aquello que puedan ver pero que, cuando lo ven, reniegan de su vista y de todos sus sentidos. Los apóstoles y las santas mujeres veían a Cristo pero no podían aceptar que la ciencia, lo que veían con sus ojos contraviniera su indemostrable dogma de que los cuerpos muertos no resucitan y de que, tras la muerte sólo está la nada.

Y ante aquel estupor bobalicón. El Maestro se vio obligado a apelar a la glándula más sensible del ser humano: el estomago.

-¿Tenéis algo que comer?

Fue entonces cuando mi Señora Miriam, ubicada en el umbral, desde donde apenas podía contener la risa, trajo los peces que había estado preparando y el pan que había horneando. De forma casi automática, la Magdalena iba a escanciar un vaso de vino pero mi Señora Miriam la detuvo con un gesto: ¿Acaso no había aclarado el su Hijo durante la última cena que no volvería a beber del fruto de la vid hasta que lo disfrutara en el Reino. Sí, en el Cielo tenemos vino, y de una calidad como ningún sumiller haya catado en vuestro mundo. Así que Mi Señora Miriam le indicó a la Magdala que le sirviera agua.

El espectáculo resultaba de lo más regocijante. El Maestro comía despacio, más bien comía con la mirada fija en la concurrencia. Al parecer el objetivo consistía en que le vieran masticar cada bocado e ingerirlo, con el empírico propósito de convencerles de que no se hallaban ante un fantasma, porque los fantasmas, creo no necesitan comer. Entre otras cosas, porque no existen.

Mientras, el joven Juan tocaba el brazo del Redentor y Pero, sentado frente a Él, corría el peligro cierto de que los ojos salieran disparados de sus órbitas. Al fondo, las santas mujeres se volvían hacia mi Señora Mirian mientras la noble Juana le reprochaba:

-¿Así que tú lo sabías todo y no los lo habías dicho?

Y la Magdalena, que en circunstancias normales no hubiera osado replicar exclamó:

Y si no os lo hubiera dicho que no tenía por qué, ¿le hubiéramos creído?

Mientras, al fondo se oía al Hijo Dios:

-Así está escrito, que el Cristo tiene que padecer y resucitar de entre los muertos al tercer día, y que se predique en su nombre la conversión para el perdón de los pecados a todas las gentes. Comenzando desde Jerusalén. Vosotros sois testigos de estas cosas.

Al final, el Maestro desapareció tal y como había aparecido, como señor del tiempo y del espacio. Y mi Señora Miriam decidió explicarse ante sus compañeras y ante los apóstoles:

-No deberías extrañaros: está ocurriendo lo que os advirtió, sólo eso

-Sí –respondió un Pedro ensimismado-: nos dijo que resucitaría al tercer día.

-Y dio algo más, Pedro: ¿O no recordáis cuando os dijo que "en esto consiste el juicio: la luz vino al mundo y los hombres prefirieron la tiniebla a la luz…?

-…porque sus obras eran malas –concluyó Pedro.

Y la Madre del Redentor remachó:

-Todo el que obra mal odia la luz y no se acerca a ella, por temor a que sus obras sean descubiertas.

Luego, se volvió hacia sus compañeras y les confesó:

-Sí, he visto a mi Hijo antes que nadie. He esperado que volviera de la muerte, que no tiene poder sobre él pues es Señor de vida y muerte. Pero tenía que rescata a las almas del nivel inferior, que esperaban la apertura de las puertas del Reino desde mucho tiempo atrás. Porque el mundo nuevo ya ha comenzado y es preludio del mundo definitivo.

No se oía una mosca, así que Mi Señora Miriam prosiguió:

-Cuando Él expiró en la cruz, terminó mi sufrimiento por Él y comenzó mi anhelo por toda la humanidad y mi dolor por la ingratitud de los hombres hacia un Creador que, tanto amó al mundo, que entregó a su Hijo único para que todo el que cree en Él no muera sino que tenga vida eterna.

Por eso me habéis visto tan serena, pero todos vosotros deberías haber confiado en Él. Entonces, nada de lo ocurrido hoy os habría sorprendido. Es más, lo estaríais esperando.

Eulogio López

eulogio@hispanidad.com