Sabemos que las zonas de miseria y pobreza que existen en la tierra, se hubieran podido enriquecer, en breve tiempo, si las voluminosas inversiones en artefactos bélicos, que sirven para la guerra y para la devastación, hubieran sido trocadas en adquisiciones de alimentos y medicinas que aprovechan para la vida.
El hambre es una plaga que mata, cada año, a más de seis millones de chiquillos, víctimas de la malnutrición, de las dolencias contagiosas, fácilmente curables, pero que, los diminutos cuerpos de los críos, no son capaces de abordar al estar decaídos por la hambruna. La FAO ha aseverado que cada cuatro segundos fallece una persona de hambre en todo el orbe.
En el mundo coexisten casi 1.000 millones de mortales hambrientos y sin atención médica, según afirma el director general de la Organización de Naciones Unidas para la Agricultura y la Alimentación, Jacques Diouf. También ha subrayado que la seguridad alimenticia es una condición primordial para la paz y la seguridad en el mundo.
Lo que sobra a los opulentos es patrimonio de los indigentes. Por lo tanto, las inversiones en labranza, las infraestructuras campesinas, la indagación agropecuaria y un adiestramiento de calidad para los mocitos en las áreas agrícolas, son requisitos fundamentales para aumentar la explotación del campo y mitigar la gazuza.
La desnudez del mundo indigente podría ser vestida con los adornos sobrantes de los vanidosos, afirmó Goldsmith. Por otra parte, Sócrates decía que, únicamente llamaba acaudalados a los que sabían hacer buen uso de sus riquezas; los demás ricos, aunque disfrutaran de bienes incalculables, quedaban proscritos entre el número de los indigentes, afirmando que su desventura es gravísima, porque son pobres indigentes, sin alma.
Clemente Ferrer
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