• No vale quejarse de lo mal que está todo, olvidando sus raíces, intelectuales y morales.
  • Hay límites naturales, como las leyes físicas: no se puede volar desde la Torre Eiffel.
Manosear el concepto de libertad, como se hace tan a menudo actualmente, tiene un riesgo: que se pierda el sentido real de esa noble  aspiración. No vale todo, claro que no, en aras de la libertad, ni es antropológicamente viable negarla. El hombre es esencialmente libre y con ese don ha sido creado por Dios para avanzar o retroceder. Ojo, en todos los planos, el intelectual y el moral, que dependen de las dos grandes facultades humanas: la inteligencia y la voluntad. Por eso, no tiene mucho sentido quejarse de lo mal que pueden estar las cosas, cuando no son más que un pálido reflejo de lo que no se ha querido sacudir previamente: ideas alocadas y conductas indefendibles. Con el uso de la libertad, cómo no, también sucede. Una cosa es defenderla y otra muy distinta acabar de facto con ella porque no se asume lo que implica. Esto último es más propio de los liberticidas, aunque nunca se reconocerían como tales. Me temo que con lo de la libertad, como con tantas cosas en esta sociedad compleja (eso dicen), nos han vendido una burra y desde entonces viajamos en ella como si fuera un todoterreno. Mal negocio. La libertad sin contrapesos no se sostiene. Por eso exige poner en la misma balanza otros conceptos como la exigencia o el respeto, a uno mismo y a los demás. Ni es una excusa para justificarlo todo, hasta la vulgaridad, ni es una razón para acabar con ella. Me voy a tener que explicar. Hay unas leyes físicas, en primer término, que nos envían un correctivo inevitable sobre nuestra capacidad real de pensar o de hacer. Sería una estupidez apelar a la libertad sin aceptar las limitaciones que impone el orden natural. Si no puedo volar, por ejemplo, salvo que viaje en avión o me lance en vuelo delta, debo aceptar que tengo una limitación física para volar. Eso no quita que haya algún pirado, como Ícaro, que pruebe suerte desde la Torre Eiffel, pero no evitaría lo más parecido a un título de película: muerte inminente. Sólo hace falta una dosis elemental de sentido común para que el libre anhelo de volar no acabe en tragedia. Con el orden moral, en segundo término, sucede exactamente lo mismo, aunque nos resistimos -humana condición- a aceptarlo. De aquellos polvos vinieron estos lodos, se suele decir. Hablar, por ejemplo, de crisis económica sin tener en cuenta la parte de culpa que ha tenido en ella otra crisis previa, de naturaleza moral -provocada por la codicia-, es ignorar una parte muy importante de la realidad. Las leyes físicas imponen unas limitaciones y la ley natural, que resume un orden moral, también. No es distinta en Roma o en Atenas, como decía Cicerón, ni cambia en el tiempo. Y ahora, como entonces, rechazar o aceptar esa ley -necesaria para vivir en paz- conduce, con igual intensidad, al desarrollo personal y social o, por el contrario, a su degradación. El avance o retroceso de una sociedad tienen un termómetro moral que se traslada a las costumbres con una escala de valores. No es de recibo aceptar una serie de dictados insolentes, como el hedonismo, el consumismo, el materialismo, el egoísmo, el egocentrismo, el relativismo y otros tantos ismos, y quejarse luego de sus consecuencias. Sitúen en ese plano la defensa de una serie de valores universales como la familia -a la que debe servir el Estado-, el bien común en el que todos nos encontramos y que nada tiene que ver con caprichos pasajeros, el elemental derecho a la vida desde el momento de la concepción o la justicia social, que va mucho más allá del mensaje oportunista del político de turno. Esos son, entre otros muchos, los valores que proporcionan el sedimento moral para una sociedad más libre. Pero hay demasiada ingeniería social en marcha, esencialmente liberticida, empeñada en lo contrario. Rafael Esparza rafael@hispanidad.com