Sr. Director: Cuentan de un obispo que entre las parroquias de su diócesis tenía una que había adquirido mayor riqueza que las demás gracias al esfuerzo y solidaridad de todas. Un día, unos cuantos feligreses de la rica parroquia, observando que las otras eran más pobres comenzaron a sentirse diferentes y superiores. El nefasto sentimiento fue prendiendo no sólo entre los parroquianos, sino que incluso alcanzó al párroco, que comenzó a predicar un extraño evangelio... Incendiados de tan torpe sentir, los feligreses rebeldes y el párroco proclamaron que ya no reconocerían la autoridad del obispo, y que se apropiarían de la parroquia y de su gran riqueza patrimonial. Ante tan grave situación, el obispo habló con el párroco una y otra vez recordándole que ni la parroquia ni su patrimonio les pertenecían. Les rogó de mil buenas maneras que reconocieran su error. Dialogó y dialogó... Pero tanto el párroco rebelde como su círculo de acólitos «superiores» no solo no le hicieron caso, sino que le amenazaron con romper totalmente con la Iglesia. Fue entonces cuando aparecieron unos individuos algo campanudos y bien intencionados, que ofreciéndose como imparciales mediadores aconsejaron al obispo que no tomase ninguna medida drástica contra el párroco rebelde y sus secuaces. Que ante tan injusta situación, lo que procedía era diálogo y más diálogo. Diálogo hasta la extenuación. PD: Este cuento va dedicado con cariño a la Comisión Permanente de la Conferencia Episcopal Española que, ante el desafío del secesionismo catalanista, emitió a final de septiembre una declaración recomendando diálogo y más diálogo. Miguel Ángel Loma