Sr. Director:

El maléfico virus y el gobierno nos han arrebatado el don más preciado del hombre que es nuestra libertad.

“Podemos perdonar fácilmente a un niño que teme a la oscuridad; pero la real tragedia de la vida es cuando los adultos temen a la luz” Esta conocida frase de Platón enmarca fielmente el silencio aterrador que hoy ensombrece el mundo exterior del hombre, sumido y atemorizado en las tinieblas de lo incierto y desconocido.

El imperceptible enemigo que ha declarado la guerra a gran parte de la humanidad, Covid-19, ha acorralado sin piedad a quienes ayer disfrutábamos de absoluta y total libertad: libertad para socializar nuestra vida desde nuestra ilimitada capacidad de movimiento; libertad para disfrutar de la compañía de familiares y amigos; libertad para acudir a nuestro trabajo; libertad para acudir también a las iglesias, mezquitas o sinagogas para rezar, participar en los actos de culto o simplemente visitarlas; libertad para disfrutar de los paseos, terrazas y espectáculos culturales o deportivos; libertad simplemente para andar y corretear por nuestras calles, plazas, barrios, parques o jardines o  para besarnos o abrazarnos como expresión de  cariño o simplemente como un  saludo…

Solo nos queda la libertad de pensamiento (por ahora) o la de poder expresarnos y comunicarnos por los avanzados medios tecnológicos. Como decía Platón, los adultos tenemos trágicamente miedo a la luz porque para cientos de millones de personas que habitan hoy en nuestro planeta, la luz de la vida se ha oscurecido como si se hubiera eclipsado el sol.

El maléfico virus y el gobierno nos han arrebatado el don  más preciado del hombre que es nuestra libertad. Los hogares se han convertido en prisiones sin rejas ni cerrojos, pero sí con guardianes que vigilan nuestros movimientos por si cruzamos los umbrales de nuestras viviendas. Este indeseado y desolador paisaje de millones de pueblos y ciudades vacías y solitarias, es el reflejo de la incapacidad del hombre para dominar los desafíos de la naturaleza que, arrogante y soberbiamente, pretende sustituir desde su limitada inteligencia.

 

Pero los cristianos de todo el orbe estamos ya inmersos en la Semana Santa y sí hay algo de lo que el hombre puede disfrutar sin interferencia alguna, es de su libertad de pensamiento y del sentido existencial y religioso que quiera dar a  su propia vida. Una simple observación del desierto en el que temporalmente nos hemos convertido, nos muestra en toda su crudeza al hombre de hoy que revestido de poder y vanidad se siente acobardado ante la enfermedad y la muerte. Sus propios gobernantes se muestran desconcertados e incapaces de afrontar la verdad del mal que nos inunda, incapaces incluso de humillar su propia conciencia para reconocer sus propios errores y limitaciones en esta difícil y trágica batalla.

Frente a la enfermedad, la guerra, la venganza o el odio, males que son tan habituales en la sociedad actual, los creyentes a lo largo de esta semana, conmemoramos desde nuestro obligado silencio casi monacal, el misterio de un Dios que investido de naturaleza humana, nos redimió con el propio sacrificio de su vida y pasó por ella haciendo el bien, curando enfermos, consolando afligidos y pregonando la paz y el amor.

Y desde esa libertad que nadie nos puede hurtar y que está por encima del mandato de cualquier autoridad o la fuerza de sus órdenes y decretos, vamos a recorrer día a día una Pasión procesional que no se aleja de nuestra propia experiencia vital de hoy como es, el padecimiento de la enfermedad o la propia muerte, la incertidumbre laboral, la pobreza o incluso la persecución por las ideas y convicciones. Es una buena ocasión para revivirlo en el imaginario de nuestras procesiones que nos representan el dolor y los sufrimientos infringidos por la injusta persecución y  condena a la que fue sometido el Hijo del Hombre..

Son muchos los desasosiegos que padecemos en estos días. Pero quizás es ahora cuando debemos aprovechar este parón vital, para buscar la paz de espíritu y buscar ese álito de esperanza que nos haga recuperar el bien, el afecto y el cariño del que hemos disfrutado en la compañía real de nuestra familia, amigos o compañeros de trabajo. Venceremos  la enfermedad, recuperaremos la libertad pero en cualquier caso no podremos evitar la muerte de nuestro cuerpo.

Es por eso que para los cristianos creer en la Resurrección y la victoria sobre la muerte es aproximarse al gozo de una vida futura donde las injusticias humanas se reparan, la tristeza y el dolor desaparecen y las paredes y puertas cerradas que hoy nos agobian y en las que nos han enclaustrado se abrirán a la eternidad junto al Cristo resucitado. No tengamos miedo…