Los chiítas tienen su sede en Teherán y los sunitas, en Ryad. Es una simplificación demasiado atrevida de la geografía islámica pero nos sirve.

Por pura casualidad, en la recta final de la negociaciones entre Occidente -más bien Washington- con Teherán sobre el programa nuclear iraní, una coalición de sunitas árabes, dirigidos por Ryad, aunque con información logística norteamericana, se dedican a masacrar a los chiítas del Yemen.

Y, de paso, la rica Arabia establece relaciones de buenísima vecindad con el general egipcio Al Sisi, quien derribó a los Hermanos Musulmanes, amigos de Arabia, y que no es país rico, sino muy necesitado de recursos pero con un gran ejército.

Resumiendo. Tras el ridículo sangriento de Barack Obama (en la imagen) con su primavera árabe, el presidente norteamericano necesita jugar un papel en el mundo árabe. Es más, lo necesita en cualquier punto de su malhadada política exterior.

Por eso, arremete contra Venezuela y por eso ahora trata de enfrentar a sunitas y chiítas de forma abierta, armada y sangrienta.

Oiga, no discutimos que se trate de una oportunidad, al menos para ganar tiempo y evitar la guerra de civilizaciones. A fin de cuentas, los musulmanes nunca han conseguido nada por la sencilla razón de que siempre están a tortas entre elllos, pero se trata, también, de una oportunidad peligrosa. Hoy se matan chiítas y sunitas pero, al final, como siempre, ese enfrentamiento intra-religioso acabarán pagándolo los cristianos.

Pero Obama necesita tener algún éxito. Si no, pasará a la historia como un presidente aún más desastroso que Jimmy Carter.

Eulogio López

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