También son ganas de fastidiar. Los panteístas, en Occidente llamados agnósticos, lo tenían todo previsto para eliminar a su mayor enemigo: al alma, el espíritu. Un gran avance, no lo duden, porque, muerto el espíritu, muerto el espíritu puro, el llamado Dios, y de paso a toda la patulea de molestos espíritus sin materia adosada. Hablo del alma neuronal, la identificación del espíritu humano, de cada espíritu humano, con el aparato neuronal. Es decir, que el alma sería un conjunto de neuronas, tan materiales como el ordenador en el que escribo estas líneas. El espíritu, definitivamente, habría muerto, y con él toda el fraude del cristianismo y demás credos. El alma sería neuronal y el único Dios existente la materia, por ejemplo, la madre tierra, Gaia, merecedora de nuestro más cordial reconocimiento. ¿Por qué? Porque son neuronas, y las neuronas, -¡Ajajá!- no mueren. Y es que claro, negar a Dios es más fácil que negar la existencia del espíritu. Los panteístas lo tenían muy claro: si la ciencia -luego dirán que es su aliada- había descubierto, hace aproximadamente dos siglos, que las células del cuerpo humano se renuevan, en su totalidad, un periodo de ente cinco y siete años, mal íbamos. De la mano de la ciencia habíamos llegado al maldito argumento que podían utilizar los creyentes: si todas las células de un ser humano adulto se renuevan en un mismo periodo de entre cinco y siete años (muchos menos en los niños), ¿cómo es posible que sigamos siendo lo mismos tras 60, 80 ó 100 años de vida? ¿Cómo es posible la memoria, cómo la historia, cómo la identidad? Si todo es materia, ¿Cómo es posible que, al ingerir un filete de vaca, no me convierta en un poco vaca? Pero con el alma neuronal hemos solucionado ese considerable desasosiego de la materia en perpetuo cambio frente a una personalidad que permanece en el tiempo. Resulta que las neuronas no se renuevan, no viven y se reproducen, ergo, está clarísimo, el espíritu, el alma, lo permanente, son las neuronas. Es cierto que las neuronas degeneran, que es una forma de muerte funcional, dado que al no permanecer en lo que son no pueden ser el alma permanente, pero, al menos, los cientifistas, el panteísmo de la progresía, podía mantener, bien que endeble, la barriada frente a los creyentes. Pues bien, en tan delicado equilibrio estábamos cuando llega la traición. Y, ya saben, el traidor siempre es tu mejor amigo: la ciencia. Y así, la ciencia andaba a vueltas ahora con la neurogénesis, con conclusiones tan lamentables como las del equipo que dirige el sevillano José López Barneo, en el sentido: ahora se pone en solfa que en el cerebro adulto no puedan generarse nuevas neuronas. Ahora que ya habíamos conseguido arrinconar a los cristianos con el alma neuronal surge la neurogénesis. A ver cómo lidiamos ese victorino.    Y es que si acepamos la existencia del espíritu, que no muere, cuyas funciones son conocer y amar, entonces -¡Qué horror!- podríamos llegar a la necesidad de la existencia de Dios. Y claro, eso no puede ser. Recordemos que el dogmatismo consiste en negar la existencia de dogma alguno. Por eso, el materialista tiene que negar dogmáticamente, cualquier mostración o demostración de la existencia de lo espiritual, mientras que el creyente siempre está dispuesto a poner su dogma ante el tribunal de la razón para certificar que el tal dogma no es irracional y resulta razonable. Por cierto, el amor de la progresía por las neuronas, por las razones antedichas, no se concilia bien con su desprecio por los embriones, a los que, para no otorgar la condición que les es propia, la de personas, califican como conjunto de célula. Sin embargo, el alma, lo más profundo del hombre, no está en su personalidad, sino en un conjunto de células llamados neuronas. Para los progres las neuronas sí son la esencia del hombre adulto, mientras que el embrión… sólo es "un conjunto de células": ¡Qué cosas! Eulogio López eulogio@hispanidad.com