El dean Inge era lo que hoy llamaríamos un cura progre, o moderno. Y lo haríamos con similar planteamiento de quien piensa que todavía hay algo más tonto que un obrero de derechas, como es un varón feminista; y algo aún más tonto que un varón feminista, es un cura progresista.

El dean Inge se tomaba todo en serio menos el Catecismo. Era, por supuesto, antes intelectual que clérigo, y ejerció notable influencia en aquella Inglaterra post-victoriana, que no deja de ser la misma que llenó la Abadía de Westmister de cadáveres de almirantes y políticos, exactamente lo mismo que la también londinense Catedral de San Pablo.

Me refiero, especialmente, a aquella tendencia pagana, ahora puesta de moda por la inefable Oriana Fallaci, que ha dado en identificarse como una cristiana atea. Y es cierto, frente a la amenaza islámica, detrás de la cual está la amenaza más peligrosa, el panteísmo oriental, los hay que reaccionan solicitando una alianza entre civilizaciones, y otros, más capaces, se confiesan agnósticos para luego llamar a la guerra en defensa de su identidad y de historia, ambas cristianas. O sea, cristianos sin Cristo, como la Falacci. David Beckham, como es bastante más tonto que la Fallaci, contribuye a su manera a esta moda, y lo hace colocándose rosarios alrededor del cuello y haciendo de embajador de UNICEF.

Ahora bien, este experimento pagano de proteger la religión con fines políticos ya ha demostrado en el pasado su inoperatividad: no funciona. De la misma manera que no debe utilizarse a la Iglesia como medio para conseguir un fin político, tampoco puede utilizarse a Cristo en el que no se cree como escudo frente a los ataques del adversario político. Más que nada porque eso es puro paganismo. 

En el mismo bando del dean, sitúa Chesterton al poeta y crítico, otro intelectual, Matthew Arnold, otro fruto victoriano, empeñado en crear esa imagen de religión aprovechable, es la imagen que estaba en la mente de Matthew Arnold cuando dijo abiertamente que, a pesar de ser casi agnóstico, deseaba conservar las instituciones religiosas y, especialmente, la literatura de la religión; que hallaba que todo eso estaba muy bien conservado en la Iglesia anglicana y aconsejaba que nadie la abandonase. Debemos evocar la imagen de una jerarquía de sacerdotes que también son profesores y cuya tarea principal es la erudición y el estudio de las letras; no por nada Arnold e Inge tenían conexiones con Oxford. La mayoría de tales hombres probablemente sean cristianos en sentimientos y materias hereditarias,  pero su Cristianismo, por así decir, no sería lo principal. Hasta podemos imaginar mejor la institución si pensamos en ella como en una fundación confuciana, más que cristiana. La idea de ella es una cultura clásica imperturbable. Pero tiene este otro punto esencial: si sus tradiciones y sus ritos deben ser imperturbables, también deben ser imperturbables sus dudas y sus negaciones. Debe ser tan tradicional que en ellas un escéptico se sienta a salvo.

Esa nueva religión no molesta a ningún ateo, agnóstico e incluso anticlerical. ¿Por qué había de hacerlo? Una iglesia así es inane, pero también a la hora de defenderse de los bárbaros, en este caso del Islam, porque, escuchemos a Chesterton, esta es la clase de unión entre la Iglesia y el Estado que el dean Inge quiere ver establecida. Es la civilizada institución que, en su verdadera y sincera opinión, es buena: un hogar tradicional para la cultura y la tradición liberal, aunque en especial para pocos, algo que para el mundo exterior tendrá la misma autoridad que los abates medievales, pero que en su vida interna sería tan fortuita como los filósofos griegos; algo que no necesita excluir a los heréticos, pero que excluye a los ignorantes; algo que puede admitir todas las cuestiones, mientras ese mismo algo no está cuestionado. Pero Cristo no murió en la cruz para salvaguardar la civilización occidental. La civilización occidental no es otra cosa que la consecuencia del sacrifico de la cruz, no su causa ni su objetivo. 

Y hay que reparar en que estoy citando a Chesterton, un personaje muy activo del Partido Liberal inglés de Entreguerras, que acabaría por afirmar aquello de que sí sigo creyendo en el liberalismo, pero añoro aquellos felices años, cuando todavía creía en los liberales.

No, esta iglesia pagana, sostenida por el Estado para hacer frente al ataque islámico, no serviría para ello. Por lo ya repetido. Dios nunca se deja utilizar como medio. Es sólo fin. Ese mismo Dios no permite aquella famosa frase con la que los obreros rusos resumían su régimen: Nosotros hacemos como que trabajamos y ellos hacen como que nos pagan.

La fe será siempre la frontera de lo irracional y de lo bárbaro. La única condición es tener fe, no hacer como que se tiene. El ejemplo del dean Inge, y de tantos otros victorianos, partidarios de la Iglesia anglicana como soporte del Estado, nos demuestra a dónde conducen los cristianos ateos: a la derrota. A fin de cuentas, los objetivos imposibles producen melancolía.

Eulogio López