Es evidente que el vencedor del debate del martes 1 en el Congreso de los Diputados fue Juan José Ibarretxe y los nacionalistas. Y esto ya antes de empezar. Otra vez, una Cámara que, mal que bien, representa a 40 millones de españoles, monopolizada por los nacionalistas del País Vasco, que son exactamente 1 millón (algo menos de la mitad de los vascos).

Ganó antes de empezar y ganó después, porque se lleva bajo el brazo, como si se tratara de una gran concesión al españolismo, más competencias, aún más, para Euskadi, es decir, para su Gobierno, es decir, para él mismo. El juego es: si pido la independencia (Plan Ibarretxe), me darán la más amplia autonomía (reforma del Estatuto pretendida por Zapatero). Y una vez conseguido, la siguiente etapa será: si exijo que los españoles sean siervos de los vascos, y que la capital de España sea Vitoria... me darán la independencia. En la tarde-noche del pasado martes 1, el pompis de Ibarretxe se convirtió en pepsicola: una hemorragia de placer recorría las venas del lehendakari. Al final, Ibarretxe se ha convertido en estrella del Parlamento del maldito Madrid, siempre tan despreciado, pero siempre tan envidiado.  

Simplemente, el nacionalismo no tiene límites, porque cuando habla del Estado de Derecho, no habla de los derechos de los ciudadanos sino del tamaño del Estado, que es cosa bien distinta. Por eso, es una discusión inútil, sin final. Por eso, también, en la tarde del pasado martes 1, en el Congreso de los Diputados no se habló de ideología alguna. Por no hablarse no se habló de idea alguna, ni de principios: sólo de identidades, de la pugna entre los nacionalistas por llevarle la contraria al resto del mundo.

Y ahí nace el equívoco. Verbigracia: se habla mucho de la moralidad del Plan Ibarretxe. Ahora bien, no es inmoral desear la independencia de Euskadi. Por eso, a nadie le puede extrañar encontrarse a católicos autodefinidos como tales al frente de partidos nacionalistas. Es bonísimo que haya cristianos independentistas vascos en el Partido Nacionalista Vasco (PNV) y Eusko Alkartasuna (EA). Lo que no es tan bueno es que estos partidos se hayan convertido en instrumentos del Imperio de la Muerte, que promuevan, por ejemplo, la matanza del aborto y el matrimonio homosexual. Esto sí es inmoral, es más, es la madre de todas las inmoralidades públicas. Dicho en pocas palabras, los nacionalismos vasco, catalán y gallego se nos han vuelto progres. Comenzaron, los dos primeros sobre todo, siendo un nacionalismo de raíces cristianas y, al anteponer su idea de patria antes que a Cristo, han acabado por ser una especie de nacionalismo proletario.

Por eso, se entienden también con el PSOE. No nos engañemos, lo que choca con los nacionalistas es una serie de principios, especialmente el respeto a la vida y a la familia natural, principios que cada vez están más alejados de formaciones como el Partido Popular, pero que ya constituían en el pasado el patrimonio de la izquierda progre. Es más, históricamente, la derecha siempre se consideró fuerista, mientras que la izquierda marxista, y en concreto el socialismo y el comunismo, al igual que el jacobinismo liberal, apostaron siempre por el centralismo más rígido. Lo único que hizo que el socialismo se volviera hacia los nacionalismos fue cuando tuvo necesidad de ellos para mantenerse en la Presidencia del Gobierno. Es justo lo que ahora hace Zapatero.

Además, no olviden que el aborto siempre es mucho más que el aborto. Por ejemplo, la descristianización de España no es ajena a la política económica. El actual diálogo social entre empresarios y sindicatos está paralizado por la subida del salario mínimo interprofesional (SMI), a pesar de que sigue siendo un salario claramente mínimo. Una política económica de inspiración cristiana no sólo tiene que aumentar los salarios bajos, sino que incluso debe tender a crear lo que podríamos llamar el salario maternal o salario familiar. De la misma manera que concedemos una pensión pública a quien ha trabajado para la comunidad, así también debemos pagar un salario a las madres que realizan a esa comunidad, al Estado, la aportación más necesaria: hijos. Es justo, pero, además, es necesario. El mayor problema económico de Occidente hoy es la baja natalidad, que tiene unos  orígenes morales muy claros. Al igual que el Estado del Bienestar creó, o potenció, las pensiones públicas, así el siglo XXI tiene que crear el salario maternal, si no quiere llegar a una población harto envejecida y un gasto sanitario y social simplemente insoportables.

Pero si le dices al PP o al PSOE, partidos descristianizados, que creen un salario maternal, inmediatamente te acusarán de ignorante, de destructor de las cuentas públicas o, sencillamente, entenderán que te estás refiriendo a las famosas ayudas por hijo. En resumen, las raíces cristianas de España abarca no sólo a la política en defensa de la vida humana más indefensa, la del no nacido, sino a la política social y a la política económica. Pero esa no es la España que defienden ni el PSOE ni el PP.

Es más, si las razones para evitar la secesión del País Vasco son las esgrimidas por Rodríguez Zapatero, si la esencia de España es el pluralismo, entonces Ibarretxe tiene razón. Porque el pluralismo ni es ni puede ser esencia de nada. El pluralismo no es, en principio, sino una consecuencia natural del principio del respeto al prójimo. Si para Zapatero ese sostén de la unidad de España es el pluralismo, entonces España está llamada a la desintegración. Porque, ¿de qué España está hablando Zapatero? ¿De un Gobierno que ignora el aniversario de Isabel la Católica, la creadora de una España evangelizadora? La España del pluralismo y la riqueza económica no me sirve, me parece un ideal demasiado vulgar y corto. Por esa España no doy yo ni una gota de sangre, aunque tengo que reconocer que por la independencia de Euskadi no daría ni una gota de sudor.

Pero que nadie se preocupe en exceso por la unidad de España, por la sencilla razón de que la esencia de España y de lo hispano no es el pluralismo, sino el Cristianismo, mal que le pese a Rodríguez Zapatero. Ha sido esa fe la que forjó una forma de pensar y de hacer, y el idioma común hizo el resto. Así nació la historia de España, y la convivencia, común durante siglos, siempre anclada en una fe y un lenguaje comunes, afianzó esa unidad. Una nación es el deseo de convivencia común, pero ese deseo no puede existir si no hay unos principios comunes. Para ser más exactos, si la mayoría de los ciudadanos que conforman esa nación no tienen un acuerdo sobre el sentido de la vida. Si las convicciones sobre la vida, y sobre la muerte, que dan sentido a la vida, no tienen un poso común, en efecto, esa sociedad se desintegrará. Por eso, las fronteras, las patrias y las etnias han cambiado tanto a lo largo de la historia, y por eso los judíos siguen siendo un pueblo a pesar de una diáspora universal que duró 20 siglos.  

Ahora vivimos la era de la globalización, que sí es un fenómeno real, no el capricho empecinado de unos nacionalistas que necesitan desesperadamente un ideal de vida porque han renunciado a su ideal natural, que ya sólo creen en Euskadi porque han dejado de creer en Dios. Y esa globalización sí que representa un peligro real para la unidad de España. Resisto, persisto e insisto : el peligro para la unidad de la patria española no procede de Vitoria, sino de Bruselas. Y lo dice un europeísta convencido.

De hecho, los peligros para la unidad de España son dos: la falta de fe y las unidades supranacionales. Quien crea en esa unidad, haría bien en guardarse de ambas: del ateísmo y de Bruselas (no, no es lo mismo).

Por lo demás, con el nacionalismo, una fiebre de una generación, decorosa indiferencia. No hay nada peor que hacer caso de los perros que ladran en el camino. Los únicos perros a los que hay que someter son a los que muerden.

Eulogio López