Ustedes, queridos lectores, y yo somos unos afortunados, pero que muy afortunados, no sabemos lo que tenemos… No es que nos haya tocado el “Gordo” de Navidad, nos ha ocurrido algo todavía mejor, porque ustedes pueden leer Hispanidad, un periódico donde se publican esas ideas que todos tenemos en la cabeza y que los medios de comunicación silencian sistemáticamente, y yo puedo escribir todo eso que a usted y a mí nos da vueltas en el alma y que solo tiene cabida en un periódico que además de ser descaradamente confesional, como es Hispanidad, resulta que no es clerical.

Confesional y clerical son dos palabras que pueden llegar a ser incompatibles, cuando un medio propiedad de las autoridades eclesiásticas no divulga la Doctrina Social de la Iglesia en todos y cada uno de sus programas. Pero no voy decir ni el nombre de la radio ni el de la televisión en las que estoy pensando…, porque a lo que estamos, Remigia, que se nos pasa el arroz, sin entrar al tema de este domingo.  

Toda esta introducción no tiene otro sentido que justificar el tema de este artículo, que se publica la primera semana del Nuevo Año 2021, en plenas Navidades de la dulzura del turrón y del mazapán. Ya me dirán ustedes si por aquello del paso del tiempo, si por lo del tránsito de un año a otro, lo más apropiado de este domingo no es hablar de la muerte, porque esa es la idea que se nos ha atornillado en todas nuestras cabezas sin excepción desde que apareció el coranovirus. La muerte está en todas…, en todas, toditas las cabecitas: en las de los católicos y en las de los progres y los “modenos”. Y aquí es donde los católicos tenemos ventaja, porque nosotros, a diferencia de ellos, no tenemos ningún motivo para temer a la muerte, aunque muchos para meditar sobre ella.

La muerte está en todas…, en todas, toditas todas las cabecitas: en las de los católicos y en las de los progres y los “modenos”. Y aquí es donde los católicos tenemos ventaja, porque nosotros, a diferencia de ellos, no tenemos ningún motivo para temer a la muerte, aunque muchos para meditar sobre ella

Como historiador, he asistido a muchos agonizantes a lo largo de los siglos y he tenido que ver a cada uno… Por poner un ejemplo de estúpida agonía, citaré la del general Leopoldo O’Donnell, el que inventó lo del centro político ya en el siglo XIX, que agonizó dando gritos descentrados de delirio, organizando su ejército.

Pero por el contrario, cuando hablamos de bien morir, por fuerza tengo que referirme a las últimas palabras que una mujer pronunció, antes de expirar el 23 de diciembre de 1787: “¡Al Paraíso! ¡Rápido! ¡A todo galope!”.

Podría pensarse que solo pueden pronunciar tales palabras en la agonía, aquellos que salen de la pila bautismal oliendo a agua bendita y desprenden esa aroma toda la vida. Ciertamente la mujer a la que me he referido no fue una echada a perder, pero cuentan sus biógrafos que fue una niña soberbia, caprichosa y consentida. Se llamaba Luisa de Francia y fue la hija menor del rey francés Luis XV, nacida en un parto tan difícil que su madre estuvo a punto de morir, por lo que la reina por consejo médico prohibió al monarca francés volver a entrar en su habitación. Por este motivo en la Corte francesa comenzaron a llamar a la recién nacida “Madame Last” (Madame Última).

Luisa de Francia sacaba un orgullo y un mal genio insoportables y tenía a la servidumbre de palacio atemorizada. No les perdonaba ni una, por lo que en cierta ocasión, cuando Luisa de Francia entró en uno de los salones de Versalles y una de sus sirvientas no se puso en pie a su paso, se lo reprochó con estas palabras:

  • ¿Pero es que no sabes que estás delante de la hija del rey? -A lo que la reprendida doncella respondió con todo respeto, pero con toda claridad y dignidad.
  • Y Vos, ¿no sabéis que yo soy la hija de vuestro Dios?

Mucho cambió Luisa desde entonces, luchando contra sus pasiones y su mal genio, y cuando en Versalles se preparaban para la boda de su sobrino el Delfín y futuro rey Luis XVI, con Maria Antonieta, Luisa de Francia anunció ante el asombro de toda la Corte su propósito de hacerse carmelita, cuando ya había cumplido los 33 años. El aviso fue tan en serio que tomó el hábito en el Carmelo de Saint-Denis el 10 de octubre de 1770 y en septiembre del año siguiente pronunció sus votos, adoptando el nuevo nombre en religión de Teresa de San Agustín. Y en el Carmelo permaneció, hasta morir de esa manera tan ejemplar. Las hijas de Santa Teresa son así.

El ejemplo y las enseñanzas de la carmelita de Saint-Denist tuvieron una influencia decisiva en su sobrina, Madame Élisabeth, cuya biografía ha sido publicada recientemente en España, bajo el atrayente título de El sacrificio de la tarde. La vida de Madame Elisabeth es sencillamente impresionante y ha sido escrita magistralmente en muy pocas páginas, por el gran historiador francés, Jean de Viguerie, recientemente fallecido.

El hijo mayor de los reyes de franceses, como sucesor al trono, recibe el título de Delfín, pero si la mayor es una hija tiene el trato de Madame. Pues bien, Madame Élisabeth, consciente del modo de ser de su hermano, ligó toda su vida a la defensa del trono católico de Francia, por lo que hizo voto de castidad para evitar que la buscaran un marido por las Cortes europeas, y así permanecer al lado de su hermano, Luis XVI.  

De la espiritualidad de Madame Élisabeth, escribe lo siguiente su biógrafo: “Sus cartas a María de Causans en estos años 1785 y 1786 permiten entrever su vida interior. Son cartas de consuelo, ya que María tiene una gran pena por la enfermedad y muerte de su madre. Madame Élisabeth la reconforta y le disuade de abrazar la vida religiosa porque tiene a su cuidado a su hermana menor. Le sermonea incluso, por lo que le ruega que le excuse. «Perdona, corazón mío —le dice—, por este sermoncito, que es muy mediocre». Naturalmente, es pura modestia. Las cartas a María de Causans dan testimonio de una sorprendente madurez espiritual.

La lección que estas cartas dan es, en pocas palabras, la siguiente: Dios es misericordia, bondad paternal. Vayamos a él «sencillamente», como niños. Hay que «pedir la gracia de la resignación completa a» su voluntad, amarla por encima de todo. Así es como podemos lograr la felicidad sobrenatural. Todo hombre que es verdaderamente de Dios nunca es desgraciado. Ahora bien, es fácil ser hombre de Dios. Jesús está «a la puerta de nuestro corazón» y «tan sólo pide entrar». Su Cruz nos instruye: es el «libro de los libros». Esta es la fe de Madame Éisabeth. Ahí está el cristianismo entero.

Hay algo más que nos llama la atención en sus cartas, y no solamente en las que dirige a María de Causans, algo que brota de su interior y que le pertenece en propiedad. Se trata de lo que podría denominarse su devoción por la muerte o, mejor dicho, su apego al misterio de la muerte. Envidia la felicidad de los niños fallecidos con poca edad

Hay algo más que nos llama la atención en sus cartas, y no solamente en las que dirige a María de Causans, algo que brota de su interior y que le pertenece en propiedad. Se trata de lo que podría denominarse su devoción por la muerte o, mejor dicho, su apego al misterio de la muerte. Envidia la felicidad de los niños fallecidos con poca edad. Su sobrina Sofía, hija de Luis XVI y de María Antonieta, murió con once meses, el 9 de junio de 1787: «Si supierais lo hermosa que estaba al morir —escribe a Angélica—. Ya es muy dichosa. Y añade: «Ha escapado de todos los peligros». Cuando Estanislao de Raigecourt fallece poco tiempo después de nacer, escribe igualmente: «¡Qué feliz que es! ¡qué feliz que es! ¡Ha evitado los peligros a los cuales hubiera podido sucumbir en su vida!». Saluda a la muerte salvadora. Le edifica la muerte de los justos. Cuando su jardinero, como he contado antes, tuvo su accidente mortal, ella le asistió hasta el final. Él recibió en presencia de ella el viático con expresión de gran piedad. «Le he visto —escribe el día siguiente a María de Causans— recibir al Buen Dios. No creo que esto se me pueda borrar nunca de la memoria».

Llegados los duros y sangrientos momentos de la Revolución Francesa, aunque pudo escapar de Francia, decidió permanecer junto a la familia real hasta el final, en la prisión del Temple. Tras el asesinato en la guillotina de Luis XVI (21-I1793), María Antonieta, antes de correr la misma suerte que su marido, le dirige a Madame Elisabeth su última carta: “Es a vos, hermana mía, a quien yo escribo esta última vez. Acabo de ser condenada, no exactamente a una muerte vergonzosa, eso es para los criminales, sino que voy a reunirme con vuestro hermano. Inocente como él, yo espero mostrar la misma firmeza que él en sus últimos momentos”.

La reina le agradecía los desvelos que había tenido con su familia y le encargaba el cuidado de sus hijos. Lo pudo hacer, pero por muy poco tiempo, ya que siete meses después que su cuñada María Antonieta, Madame Élisabeth también fue asesinada por los revolucionarios el 10 de mayo de 1794, veinte años después justos, día por día, de que rindiese su alma a Dios su abuelo el rey Luis XV, el 10 de mayo de 1774.

Durante todo el tiempo que Madame Élisabeth permaneció en la prisión del Temple fue consciente de que cada amanecer podía ser el último de su vida. Sintiendo la muerte tan cerca y consciente del odio diabólico del que hacían gala los revolucionarios, recitaba continuamente una oración que se hizo muy popular entre los soldados franceses, durante la Primera Guerra Mundial. Ellos, sabiendo que en cualquier combate podían morir, recitaban la misma oración que Madame Élisabeth.

Y yo quiero acabar el artículo de este domingo copiando dicha oración, porque pienso que además de que le puede servir a más de un lector, transcribir este texto es una prueba más de que este periódico como quien este artículo firma queremos seguir siendo descaradamente confesionales. Así rezaba Madame Elisabeth en la prisión del Temple:

“Ignoro por completo, Señor, qué me pasará hoy. Todo lo que sé es que no me pasará nada que Vos no hayáis previsto desde toda la eternidad.

Esto me basta, Señor, para estar en paz.

Adoro vuestros designios eternos, me someto a ellos de todo corazón. Quiero todo, lo acepto todo.

Os ofrezco todo en sacrificio, y uno este sacrificio al de vuestro querido Hijo, mi Salvador. Y os pido, por su Sagrado Corazón y por sus méritos infinitos, paciencia en mis males y el perfecto acatamiento que os es debido en todo aquello que Vos queréis y permitís”.

Javier Paredes

Catedrático de Historia Contemporánea dela Universidad de Alcalá.