Pero hombre, quizás Su Señoría se ha pasado. Me refiero a una juez de Madrid, toda ecuanimidad, como corresponde a una del oficio, quien ha aceptado una querella sobre la opinión del alcalde de Madrid, partidario de retirar a los mendigos de las calles. Al parecer, la asociación Preeminencia del Derecho, una de esas maravillosas instituciones creadas para demandar al prójimo ante los tribunales, considera que sus palabras pueden incitar a la discriminación.
No me gusta la propuesta de Gallardón pero dudo mucho que me incite a discriminar a los mendigos. Son, sencillamente, ganas de fastidiar utilizando los tribunales. Y son, por parte de Su Señoría, con todo respeto y en mi modesta opinión, ganas de gastar dinero público.
Y el problema parece ir más allá. La reciente sentencia sobre la familia Tous revela hasta qué punto los sentimientos de los profesionales de la justicia y los del pueblo al que se administra difieren un tanto.
A ver, el yerno de los Tous, dispara contra unos delincuentes que habían entrado en la residencia familiar y mata a uno de ellos. De inmediato la jueza le mete en prisión alegando que esto no es el salvaje oeste.
En trazos gruesos, resulta que la cosa pasa a juicio y mira por dónde, el jurado no piensa del mismo modo, así que les absuelve. Eso sí, Su Señoría. La del juicio oral, decide que debe abonar una multa al fallecido.
Al parecer, las dos señorías eran más "garantistas", mientras el pueblo, es decir, el jurado, consideraba que si entran en tu casa, seas pobre o rico, debes defender tu hogar. El divorcio entre los profesionales de la justicia y el pueblo que les nombra, aunque sea de forma muy indirecta es patente.
Es el justo quien debe impartir justicia, no el entendido en leyes. El jurado es un buen invento. Pero hay algo más: los jueces también deben ser elegidos por el pueblo, no por el Gobierno o el Parlamento. Al menos en su base. En materia de moral -decía Chesterton- consultad al pueblo. Y resulta que la justicia no es otra cosa que moral. De hecho, en las Sagradas Escrituras justo y santo eran una misma cosa.
Eulogio López
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