Una gran mayoría de la sociedad española está en total desacuerdo con la aprobación por el Gobierno del anteproyecto de ley del aborto, que no es necesaria ni la demanda la sociedad.
De ahí que la sociedad civil se haya movilizado para manifestar el 17 de octubre de 2009, en Madrid, que esta ley no soluciona la matanza de cerca de 120.000 niños concebidos y no nacidos -seres vivos, y también personas- sino que la agrava, y agudiza este exterminio masivo de seres humanos indefensos.
En honor a la verdad, tampoco la hasta ahora ley del aborto de 1985, que despenalizaba el aborto en tres supuestos, es la solución en favor de la vida del no nacido, y a los resultados nos remitimos. La realidad es que no se cumplía, y los Gobiernos de turno de esos años no han puestos los medios necesarios para hacerla efectiva, por lo que no podemos conformarnos con un mal menor, y también hay que denunciarlo.
Nos encontramos con un Gobierno que a base de ingeniería social quiere imponernos una ley que va contra el derecho más elemental y primero de todos, el derecho a la vida. Todo ello, propugnando un supuesto y falso derecho de la mujer, incluido el de las menores de 16 años, que ni siquiera precisarían para abortar el derecho de sus padres. Y encima se niega el derecho a la objeción de conciencia a los profesionales de la medicina. El siguiente paso es que se nos obliguen a abortar.
Esta ley, y cualquiera que suponga aceptar la muerte de un indefenso, sea de plazos o no, tácita o explícitamente, supone tal aberración que no recabar en ello es síntoma de una grave enfermedad social, carente de valores, materialista, e insolidaria con los más necesitados. Se da, sin embargo, la paradoja que los que propugnan el aborto como un derecho de la mujer, son los que luego defienden a ultranza los derechos de los animales, el cambio climático, y la protección del medio ambiente que, por supuesto, son aspectos a tener en cuenta, pero que no tienen ni punto de comparación con la protección del nasciturus.
Los lobby feministas esgrimen el argumento de que no se puede condicionar la vida de las mujeres y de sus hijos, negándoles el derecho a decidir con serenidad y responsabilidad sobre su maternidad, para acto seguido estar a favor del aborto. A lo que habría que responder que el aborto no es un derecho de la mujer, como pretende el Gobierno, en contra de la Constitución y del sentido común, y que las leyes, cualesquiera que sean, no dejan de limitar. Cuando se tipifica el infanticidio, el asesinato, el homicidio, se está condicionando a los ciudadanos. La madre que aborta está actuando irresponsablemente porque está quitando la vida de su hijo, con la agravante de que es indefenso e inocente, que, en cualquier caso, debería tener mayor protección jurídica.
Por mucho que esta ley pase la tramitación parlamentaria, que la superará, incluso si obtuviera el beneplácito de toda la sociedad -que no lo tiene-, sería una ley injusta, igual que lo fue el exterminio de judíos en los campos de concentración nazi, pese a que la sociedad miraba para otra parte, o no se quería enterar. Algo parecido está sucediendo ahora. Por lo que es vital que la sociedad civil -se trata de preservar las más mínimas normas de convivencia, y no caer en la barbarie- se alce ante tamaño desafuero que nos envilece y deshumaniza. A partir de ahí, casi todo podría estar permitido.
El estatus del concebido y no nacido -sean cuales sean los días de gestación, desde el mismo momento de la concepción hay vida- es una realidad ontológica, que no puede estar supeditada a la ideología de género o del feminismo, o al interés político, que, en el presente caso, pretenden cambiar la realidad, con un relativismo nihilista, o fundamentalista, imponiendo sus creencias deshumanizadoras con una verdadera perversión del lenguaje para adoctrinar los impulsos más insolidarios del hombre.
La batalla por la defensa de la vida no va ser sencilla ni fácil. Esta manifestación va a suponer un punto de inflexión, un antes y un después en la lucha por este derecho. Y se tendrá que librar en todos los ámbitos sociales. La única solución para que las mujeres no quieran tener a un hijo concebido no es el aborto.
Se precisa cambiar positivamente la mentalidad social, educar a los jóvenes en la responsabilidad sexual, facilitar la adopción como una solución digna para la madre y el hijo; en definitiva, implementar políticas familiares con las debidas dotaciones presupuestarias, con iniciativas como la red madres, para ayudar a las personas con dificultades económicas, y evitar ser cómplices, mirando para otro lado, en la matanza de millones de seres humanos indefensos. Los partidos políticos tienen también una gran responsabilidad.
Y habrá que exigirles que se abstengan de complejos y posturas incoherentes. Existe una gran base social que quiere que se regule sin ambigüedades y con claridad el derecho a la vida del no nacido, porque cada vida importa.
Javier Pereda Pereda
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