Jean-Claude Juncker sacó el conejo de la chistera en la sesión de investidura -finalmente ganada- como presidente de la Comisión Europea. Prometió un plan de inversiones público-privadas -¡¡Qué miedo!!- de 300.000 millones de euros en tres años, para mantener la Europa Social. Eso sí, sin renunciar al ajuste fiscal eterno, es decir, a situar el déficit público por debajo del 3% y la deuda por debajo del 60%.
Un Plan Juncker, como en la postguerra hubo un plan Marshall, pero aquel tenía mucho más sentido.
Juncker es un democristiano, es decir, un ex democristiano, que ha renunciado a sus principios, incluso a los económicos y que sólo busca mantenerse en el poder.De esta forma, Juncker ha demostrado que lo único que le importa es la economía, porque la democracia cristiana, la misma que forjó la Unión Europea, hace tiempo que dejó de tener ideario. Ni una sola referencia al cristianismo ni a cualquier otra cuestión espinosa. A la izquierda europea, por contra, le encanta atentar contra cualquier simbología o sentido cristiano, al tiempo que defiende el aborto como un derecho, el feminismo radical, el homosexualismo y otras lindezas. En la primera investidura de Durao Barroso, esa izquierda progre consiguió el cese y censura de Rocco Buttiglione por el hecho de ser un cristiano coherente con sus ideas. Pero Juncker no se la juega por ningún principio. Así, la Unión Europea es, como gritan los indignados, la unión de los mercaderes. Y sólo puedo darles la razón.
Juncker es un eurócrata. Es decir, incoherente, inconsistente... y tibio.
Eulogio López
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