Conversación real entre un niño de cuatro años y otro de seis, hijos de padres católicos.

El de cuatro años: -¿Dónde está Dios?

El de seis: -En el cielo.

Cuatro: -Pues a mí no me contesta.

Seis: -Eso es por que no le hablas al corazón.

Cuatro: -Mira, a mí no me contesta desde el Cielo.

Un niño de cuatro años no puede concebir aquello que no puede imaginar. El problema es que muchos intelectuales modernos tampoco pueden

Conversación que me ha recordado la muy intelectual polémica que montaron los sesudos intelectuales de El País -que tendrían algún año más que cuatro e incluso alguno más que seis- cuando Juan Pablo II, uno de los grandes filósofos del siglo XX, aseguró que “El Cielo no es un lugar”. De inmediato, los sesudos teólogos ateos de PRISA aseguraron que, por fin, un Papa reconocía que el Cielo no existía, que era un mito.

Es decir: al igual que el niño de cuatro años, los chicos de PRISA no podían concebir lo que eran incapaces de imaginar. No podían concebir nada que no ocupe un lugar en el espacio. Con ello, negaban el espíritu, lo inmaterial, la razón, la inteligencia, el amor, el dolor, la personalidad humana, la sensibilidad, la psique, la mente… que tampoco son lugares ni ocupan espacio. Negaban todo lo que no ocupe un lugar y no trascurra en el tiempo… lo que empequeñece la existencia, digamos en un 0,1%.

El razonamiento del chaval de cuatro años era más profundo, dado que él no negaba la existencia de Dios: simplemente le fastidia que no le responda según los hábitos de un niño de cuatro años: alto y claro y con cierta disposición -divina, naturalmente- a hacer valer sus criterios, a no aceptar cuestiones de primer orden, tales como que su madre quede incapacitada para obligarle a comer las lentejas.

Porque la pregunta no es dónde está Dios, sino qué quiere el Creador de mí, ser creado. Creer en Dios no es otra cosa que confiar sin ver para acabar viendo, y oyendo, lo que crees.

Lo que ocurre es que la sociedad del siglo XXI se ha vuelto más frívola que un niño de cuatro años y entonces le exige carné de identidad al Padre Eterno, rememorando aquella profundísima genialidad del gran René Goscinny, cuando pone en boca de un pagano romano (médico de profesión, para más señas) la siguiente genialidad: “Esto de que los dioses se comporten como si fuesen amos tiene que acabarse”. 

Y una segunda parte. La peor clase de agnóstico no es el que duda de Dios sino el que duda del hombre. No necesitamos leer El Quijote para saber que es una de los grandes novelas de la historia, nos basta con confiar en quiénes lo han leído, sobre todo los expertos en literatura. Confianza que, por cierto nada tiene de material y mucho de espiritual.

¿Cómo vamos a confiar en Dios si no confiamos en el hombre? ¿O cómo vamos a creer en Dios si no creemos al hombre?

En cualquier caso, ¿cómo vamos a confiar en Dios si no confiamos en el hombre? ¿O cómo vamos a creer en Dios si no creemos al hombre?

A partir de ahí entra en danza nuestra capacidad de discernimiento para saber distinguir entre el hombre bueno y el malo, entre el ídolo, o prolongación de nosotros mismos y Dios, del que cada uno de nosotros somos una prolongación… pero prolongación libre, tal y como Él ha querido crearnos, capaces de amarle o de odiarle.

La humanidad mejora: nuestros intelectuales progresistas alcanzan ya la profundidad de un niño de cuatro años.

Soy tan feliz.