Vivo en un piso de 110 metros cuadrados en un barrio de clase media, más bien media baja, del extrarradio madrileño.

El señor alcalde, a quien tanto admiro, me ha subido el IBI -vamos, la contribución urbana- para financiar las faraónicas obras que han convertido Madrid en una ciudad de chiflados con los zapatos sucios de polvo. Según él, ha creado 30.000 puestos de trabajo lo que, insisto, nos lleva a enmendar a Keynes: en cuanto Madrid se ponga en 200.000 parados, pondrá a la mitad a romper escaparates y a la otra mitad a repararlos. Trabajo para todos, y un paso más brillante a su carrera hacia La Moncloa.

Pero ahora se le han ocurrido más ideas: además del IBI y de las multas de aparcamiento, ha decidido cobrarme 114 euros por recoger la basura lo que, según mi admirado -y esto no es coña- Cristóbal Montoro, uno de los políticos españoles que realmente entiende de economía, no es un impuesto, sino una tasa. Otra chorrada como esa, Cristóbal y te  retiro el saludo.

La tasa  no sólo servirá para recogerme los detritus, sino que, además, financiará un nuevo cuerpo de elite, los policías de la basura. Una tarea emocionante. A los periodistas rosi-verdes se les denomina oledores de braguetas, pero el nuevo oficio creado por el ilustre regidor capitalino precisa de un olfato aún más embotado. Se trata de hurgar en las bolsas de residuos para descubrir quién no recicla como Al Gore.

No lo olviden. Gallardón es un hombre del Nuevo Orden: recicla, enfrenta a sus correligionarios -al igual que el Perfectus Detritus de Asterix y matrimonia gays con mucho entusiasmo. 

Hagamos un poco de historia. La era Álvarez del Manzano -ese personaje que ganaba elecciones aunque todos negaban haberle votado- se caracterizó por un intento constante por reducir impuestos. Reducir impuestos no es sólo una medida económica, sino una devolución de soberanía al ciudadano: a más impuestos, más libertad. 

La llegada de Gallardón, el de Tengo una cabezonada supuso un giro copernicano: subió los impuestos, endeudó a la ciudad por varias generaciones y enloqueció a los ciudadanos con obras faraónicas. Digamos que su estilo consistía en dejar huella. La diferencia entre ambos alcaldes, del mismo partido, es muy clara: Manzano pretendía pasar a la posteridad como un gran alcalde mientras Gallardón quiere ser presidente del Gobierno, toda vez que su pretensión de llegar a Rey parece muy comprometida en la Unión europea del siglo XXI. Gallardón es el típico político-vedette, que necesita estar permanentemente en el proscenio, bajo el principio torero de que lo importante es que se hable de mí, aunque sea bien.

Supuesto el carácter masoca del electorado español, hasta podría ser que un día nos encontráramos con la necesidad de elegir entre Zapatero y Gallardón, en cuyo caso, querido lector, puedo asegurarles que me nacionalizo tibetano.

Eulogio López

eulogio@hispanidad.com