Voy al aeropuerto de Madrid-Barajas a recoger a un familiar. Me acompaña mi hijo pequeño. La espera le produce sed, así que le compro un refresco en una de las numerosas máquinas existentes. El chaval se la termina en un santiamén, pero no encuentra donde tirarla: no hay papeleras en uno de los más grandes aeropuertos del mundo por razones de seguridad. Si te compras una lata, cargarás con ella hasta la salida, muchacho de las manos pringosas. Y es que en las papeleras se depositan un sinfín de bombas y artefactos explosivos. Por eso, en el metro de Londres no había papeleras, y por eso los terroristas utilizaron mochilas.
Llega el familiar y nos trasladamos hasta el centro de la ciudad en taxi para comer. Hasta ahí ningún problema: la sociedad moderna ofrece todo tipo de servicios, con tal de que sean caros. Tras la comida, montamos en un autobús municipal: no nos dejan subir con la maleta créanme, nada voluminosa- porque así lo prohíben las normas, entiendo que por razones de seguridad, dado que es posible que una maleta estorba al resto del pasaje, especialmente si consideramos que son las 16,30 horas de un domingo y el autobús está vacío. Ni que decir tiene, que el terrorista que hizo estallar la bomba en el autobús de Londres accedió a él con una mochila, que al parecer es instrumento más seguro que una maleta.
Dos detalles, casi pueriles, pero que ilustran lo que está ocurriendo en Occidente, especialmente en Europa: las libertades públicas se están recortando aceleradamente en nombre de tres fines originariamente nobilísimos: la salud, la seguridad y el progreso tecnológico.
Los dos ejemplos anteriores se refieren a la seguridad, pero son dos ejemplos casi pueriles. En nombre de la Seguridad muchos estados occidentales, y no sólo en USA, están legalizando la violación sistemática de la correspondencia, especialmente de la correspondencia electrónica, de la comunicación telefónica y, sobre todo, del control y la transferencia de datos personales. En España, el ordenador más potente es el de Hacienda algo lógico si se considera que la maldad más grande, el sacrilegio más horroroso, que puede cometer un español no es ni el homicidio ni la injusticia: es la elusión fiscal. El Estado es, en verdad, el Gran Hermano : lo sabe todo sobre ti, ergo no hay manera de escapar de él. Su tiranía es posible gracias al progreso tecnológico : no debes ser un buen ciudadano o malo, si cumples leyes injustas- sino que estás obligado a serlo.
El Estado y los particulares. Por ejemplo, los sistemas GPS de detección así como algunos programas informáticos de éxito. Por ejemplo, el Earth, de Google. Puede localizar cualquier dirección en cualquier lugar del mundo y fotografiarlo. En cuanto salgas, no ya a la calle, sino al patio de tu casa, cualquiera te puede localizar, fisgar y fotografiar, aunque se encuentre al otro lado del mundo. Puedes refugiarte detrás del ladrillo, aunque los sistemas de reconocimiento térmico también puedan saber algo de tus movimientos; para ser exactos, todo. La intimidad se ha quedado en un glorioso principio, por su aplicación práctica se reduce a la cuenta bancaria, donde en efecto, radica la privacidad de tantos. Y eso en aquellos países donde se ha suprimido el secreto bancario (por ejemplo, España).
Así que en nombre de la seguridad y el progreso, se reducen las libertades. Las libertades individuales, pero también las libertades de la familia. Por ejemplo, toda la legislación en defensa de la mujer maltratada, en principio buena, se está convirtiendo en la excusa ideal para que el Estado intervenga en la intimidad familiar. Y como ello, toda la legislación sobre familia, se está convirtiendo en ocasión propicia para que el Estado se cargue la patria potestad y arrebate, con entusiasta ligereza, los hijos a los padres, porque considera que no son buenos educadores.
Pero el mejor instrumento para recortar las libertades es la salud. En España disponemos de la ministra de Sanidad, Elena Salgado. La pobre se aburre, porque casi todas las competencias han sido trasferidas a las comunidades autónomas, dedica todos sus esfuerzos a los siguientes objetivos:
1. Destripar embriones. El derecho a la vida, ustedes lo saben, no es progresía, por lo que le ha tocado en el derecho a la salud reproductiva, de la que Salgado es una entusiasta.
2. Introducir la eutanasia bajo el siguiente e incontestable argumento : nadie debe fumar. Quieran o no quieran. Ni en las bodas. Si recortamos su libertad es porque nos preocupamos por su salud.
3. Nadie debe beber. El vino, que desde hace miles de años ha sido el alimento básico del hombre junto al pan, se ha convertido en un enemigo del salud pública. Por contra, aquí no bebe nadie, ni bebidas fermentadas ni destiladas. No me extraña que doña Elena exhiba en su rostro esa expresión de melancolía perpetua como si hubiera recibido una mala noticia a primeros de siglo y no se hubiera recuperado todavía.
Cuando haya conseguido que fumadores y bebedores sean unos proscritos, estoy seguro de que la zapateril ministra abordará el asunto de la carne. No del sexo, entiéndanme, que con tal de que sea seguro es algo que doña Elena estará dispuesta a bendecir con sus dos menudas manos, sino la carne en sentido estricto, la ingesta de animales. Reduzcamos la libertad de comer carne ¿por qué matar a esos pobres animalitos? Si al menos fueran humanos. Dificultar la compra de carne, una costumbre inveterada de los pueblos libres, parece tarea imposible hasta para Hitler, Mao o Stalin. Pero eso era porque los tiranos de antes pobres infelices- no acudían al argumento de la salud: ¿qué pasa con la obesidad? La gordura, nos explicará Salgado a través de sus famosas campañas publicitarias (esta chica es una bicoca para el ramo de la publicidad), provoca graves pérdida al erario público. Al final, los obesos estarán obligados a dejar de serlo y quién sabe si apoyada por los grupos ecologistas, decretará el vegetarianismo, si no obligatorio, sí forzado, como la abstinencia de tabaco. A fin de cuentas, le va mucho : si ustedes se asoman por un restaurante vegetariano observarán el común denominador de todos los allí presentes, sean trabajadores o clientes: una expresión de profunda tristeza.
No se engañen, todo es posible en una sociedad adormecida. Un mundo en el que la paloma ha pasado, en un instante, de glorioso símbolo de la paz a repugnante rata del aire, de animal más querido a más odiado, es capaz de tragarse cualquier memez, por grande que sea, o cambie de opinión, no ya en cuestión de meses, sino de horas.
Eulogio López