Clive Lewis, en su insuperable libro Cartas del diablo a su Sobrino, plantea un discurso de su 'héroe' el demonio Escrútopo, en la Academia infernal de tentadores.
El juego irónico de Lewis consistía en que los espíritus malignos devoran a los hombres a los que logran condenar, en una delegación espiritual que les lleva a apoderarse de sus almas.
Y en su discurso a los alumnos de la Academia, Escrútopo define la situación del momento (II Guerra Mundial) asegurando que no hay problemas de hambruna. El número de condenados es lo suficientemente amplio como para evitar la carestía.
No se queja de la cantidad pero sí de la calidad. Ya no dispone de grandes pecadores, los manjares exquisitos del mundo inferior. Sin embargo, a poco de terminar, eleva su copa para el brindis final, y se queda extasiado: un vino de fariseo viejo, un raro ejemplar que calienta las gargantas infernales con su sabor, su aroma y su prestancia. Un manjar de demonios.
La figura del inquisidor no es mala pero corre el riesgo de terminar en fariseo. Y eso sí es grave. Sí ya sé que el inquisidor tiene peor fama que el fariseo, pero de eso no me considero culpable.
La inquisición no perseguía al ateo o al antiateo: perseguía al hereje. Es decir, al cristiano desviado que atentaba contra el dogma. En ocasiones tuteló con acierto el depósito que le había sido encomendado y en otra se pasó dos pueblos. Pero, insisto, a los inquisidores no les preocupaba 'los otros' sino 'los nuestros'. Al fariseo le ocurre lo mismo: su afán apostólico resulta más bien romo: está vuelto sobre los cristianos y no tiene tiempo para los demás.
¿Cuándo falla el inquisidor, además, cuando acusa con falsedad o cuando masacraba al juzgado Pues falla cuando evoluciona hacia el fariseísmo, esto es, cuando sigue la marca del fariseo, que no es otra que el orgullo espiritual.
Los fariseos suelen ser malos en el diagnóstico y peores en la terapia. Se distinguen porque todo les parece mal, especialmente cualquier cristiano con ascendente sobre sus colegas. Por ejemplo, la jerarquía.
Es lógico, el orgullo espiritual, el peor de todos los orgullos, les lleva a convencerse de que ellos sí saben cómo hay que conseguir la Ciudad de Dios. Si lo prefieren, la civilización del amor no confundir con la 'Diada del amor', de don Alfred Bosch.
Al fariseo nada le parece bien en la Iglesia, pero realmente hoy le parece peor que ayer y emite juicios de continuo sobre… sus hermanos en la fe, a los que más bien considera primos. Incurre en serio pecado de amargura, la propia y la que genera a su alrededor. Recuerda la pregunta, inquisitorial, que un fulano le espetó a la madre Teresa de Calcuta:
-¿Qué es lo primero que hay que cambiar en la Iglesia
A lo que la religiosa respondió:
-Usted y yo.
El fariseo, tiene, por último, una visión muy jerárquica del Cuerpo Místico. Es decir, si las cosas no funcionan la culpa es de los obispos, nunca de él mismo. Suele ser un experto vaticanólogo, y sabe, sin lugar a dudas, qué cardenales son fieles -por lo general muy pocos- y cuáles son perversos y maliciosos. Su ironía es sarcasmo y su buen humor, queja permanente.
El fariseo no comprende que Dios no busca críticos, sino discípulos.
No es más que orgullo ciertamente, y no son sino una minoría, por lo general cualificada. Pero caramba, ¡la lata que dan!
Los inquisidores no me preocupan. Si se mantiene dentro de los límites de la caridad cristiana, la inquisición e un gran invento. Pero el fariseo sí. Hasta su ilustración es soberbia.
Eulogio López
Eulogio@hispanidad.com.