Debe ser muy difícil suicidarse. Sin embargo, hacerlo no es un acto de valentía.
El suicidio no soluciona problemas, ni para el que lo comete, ni para sus familiares, ni, en general, para la sociedad que solo puede compadecer al suicida. No es tampoco ejemplo a imitar, ya que supone el abandono de las obligaciones que, como toda persona, tiene para sí mismo y con los demás.
¿Por qué, entonces, algunas personas toman esta determinación Los motivos pueden ser muy diversos: trastornos mentales graves, dolores físicos o morales, falta de medios económicos, fracasos, exagerada sensibilidad… A todo esto se une la falta de creencias religiosas o que éstas sean muy endebles y minimizen la capacidad de resistencia ante las dificultades.
Impresiona la cifra de los suicidios en España que se daba recientemente en un medio de comunicación: superaban los cuatro mil anuales.
Desde un punto de vista ético la causa suele ser la desesperación, que lleva a olvidar el natural instinto de conservación de la vida. Romper con la vida no corresponde al hombre porque no es dueño de ella, la ha recibido de Dios.
En una sociedad materialista donde apenas cuentan los valores del espíritu y se ensalza como bien supremo el placer de los sentidos y el terror al dolor, predispone a la desesperación, al comprobar que la felicidad es limitada y relativa. Por ello, urge descubrir la virtud de la esperanza que neutraliza la desesperación, y nos ayuda a confiar en Dios que es el remedio de los posibles males.
También una educación social y religiosa conveniente es indispensable para que el hombre, ya desde su infancia, aprenda a aceptar que en la existencia sobre la tierra se mezclan lo dulce y lo amargo, lo agradable y lo desagradable, y que se puede hacer frente a cualquier contradicción que pueda surgir con la vida.
En el Catecismo, la Iglesia Católica, como Madre y Maestra, nos enseña, referente al suicidio, que: "Cada cual es responsable de su vida delante de Dios que se la ha dado. Él sigue siendo su soberano Dueño. Nosotros estamos obligados a recibirla con gratitud y a conservarla para su honor y para la salvación de nuestras almas. Somos administradores y no propietarios de la vida que Dios nos ha confiado. No disponemos de ella". "Trastornos psíquicos graves, la angustia, o el temor grave de la prueba… pueden disminuir la responsabilidad del suicida".
Y como también la Iglesia es "experta en humanidad", añade: "No se debe desesperar de la salvación eterna de aquellas personas que se han dado muerte. Dios puede haberles facilitado por caminos que El solo conoce la ocasión de un arrepentimiento salvador. La Iglesia ora por las personas que han atentado contra su vida."
Resulta reconfortante el hecho de vivir. Es bueno "existir" que no moverse de la "nada"; es mejor reír, llorar, cantar, amar….Y después ¡la vida eterna! Hasta Dios, suma inteligencia, quiere la vida para siempre.
Pepita Taboada Jaén