Regreso de un viaje por la Toscana, tierra de catedrales marmóreas, con los tres colores de la cantera de la zona: blanco, verde y rojizo.

He visitado al menos tres: Florencia, Siena y Pisa. Las tres son catedrales-museo, donde el Sagrario queda apartado en una capilla lateral y el culto relegado a horas intempestivas, porque el protagonista es el turista. Catedrales convertidas en museos donde se cobra una entrada. No las construyeron para eso, sino para evangelizar, como lugar de culto y de catequesis. Hoy, en su interior hay siempre más obras de arte que fieles.

Y no sólo las catedrales y no sólo por la presión turística. Por ejemplo, la iglesia de santo Domingo de Siena cuenta con una doble basílica, dedicada la una al culto, la otra a los cuadros, esculturas y reliquias allí instaladas (entre otras, la cabeza de Santa Catalina de Siena, patrona de Italia). Pues bien, la primera puede tener la misma longitud que la madrileña catedral de la Almudena. En la única misa vespertina, había seis personas más el celebrante. ¿Qué está ocurriendo?

Es evidente que iglesias y catedrales tienen que volver a su origen. Es evidente que en las iglesias catedrales el Santísimo debería estar expuesto, de ser posible la 24 horas del día, siempre acompañado, para recuperar la identidad perdida. En cualquier caso, el fenómeno de las catedrales museo y el de la Iglesia con capacidad para centenares de personas donde acude media docena es un espectáculo peligroso.

El Señor de la Casa está solo.

Eulogio López

eulogio@hispanidad.com