(Isaías 49, 14-15)
Esta es una historia como tantas otras. La de una muchacha alemana de nombre Eva, que, como tantas otras, en cualquier rincón del mundo, navegaba entre la adolescencia y la juventud, naturalmente con el único rumbo de ser apreciada y estimada, con el objetivo de ser "la más popular" de su entorno.
Una muchacha que, como tantas otras, no tuvo la paciencia de esperar a que las hechuras de su corazón se consolidaran. Vamos que quería ser amada sin saber amar y eso es como montar una empresa sin capital: poder se puede pero resulta complicado perseverar.
Por el momento, Eva se mantenía en la habitual confusión entre amor y enamoramiento, un equívoco que no sólo afecta las adolescentes. Conozco muchos adultos, y hasta ancianos, igualmente incapaces de discernir.
Os advierto que para nosotros, los espíritus, este asunto de los enamoramientos resulta un tanto tedioso. Ventajas de no tener cuerpo, condición que, lo reconozco, también conlleva quebrantos. Por ejemplo, el ángel envidia al hombre su capacidad para dormir. Pero, quizás por ello, somos más ecuánimes a la hora de analizar el corazón de los hombres, que siempre os mostráis incapaces para saber lo que es pasa.
Eva era lo que sus compatriotas, los alemanes del siglo XXI, calificarían como una buena muchacha. Los nietos de quienes hicieron la II Guerra Mundial se habían criado entre algodones y en el desamparo. Sus abuelos criaron a sus padres con la única intención de que no pasaran las calamidades que ellos habían sufrido en la postguerra. Se olvidaron de trasmitirles otro principio que no fuera el de una sana economía y un amor por el dinero que convertía a los escoceses en generosos filántropos. Padres sufridos, hijos mimados, nietos despistados.
Eva se crió en ese ambiente, donde, entre Dios y el mercado se planteaba una coexistencia pacífica, no más. Bueno, ni tan siquiera se trataba de Dios, tan sólo de la trascendencia, incluso de lo numinoso. Dios era el que siempre puede esperar.
La adolescente Eva se entretuvo con las revistas de moda, como una chica normal. Frecuentó las fiestas y los ambientes de una adolescente normal, con pandillas normales y, finalmente, se quedó normalmente embarazada de un compañero de instituto, por lo demás, otro muchacho muy normal. Incluso el instituto era de lo más normal. Esto es lo más curioso de la modernidad occidental: normal define aquello que ha dejado de atenerse a la norma.
Al conocer la noticia sus padres no repensaron la información -no ya la formación- que le habían proporcionado a su hija. Se habían olvidado, por ejemplo, de mostrarle la diferencia entre que un chico te guste y acostarte con él. No podían vulnerar su libertad. Ahora bien, sí se reprocharon, sobre todo su madre, el no haberla instruido en los medios anticonceptivos que tanto habían colaborado a la liberación de la mujer. ¿Liberación de qué? De la maternidad, naturalmente. Una generación de alemanes, y me temo que de europeos, había crecido bajo el principio de que puesto que Cristo había muerto, el amor se había convertido en ausencia de violencia, lo bueno en lo políticamente correcto y la moral en eficiencia. Eva vivió libre de corsés religiosos: la mejor manera de que un hijo no rece es que no lo hagan sus padres.
Conclusión: se fijó la fecha del aborto- Si tienes un problema, no hay que solucionarlo: hay que librarse del problema. Esto es lo correcto. Y Eva, muchacha juiciosa, no puso la menor objeción, especialmente cuando le informaron de que "No te dolerá".
Ahora bien, el Padre Eterno le gusta tender trampas a los hombres, cosa que jamás hace con la historia. Donde menos lo esperas Él prepara su celada. Es la ventaja del Todomisericordioso: conoce a la persona mejor de lo que ella se conoce a sí misma.
Ocurrió en aquel tedioso domingo de aquel tediosos verano alemán, víspera de la "intervención". Demasiado tiempo sin obligaciones laborales o académicas, vehementes ataques de melancolía que atacan a quien nada tiene que hacer. Eva no había dejado de quedar con sus amigos para la obligatoria fiesta del sábado noche pero las primeras molestias del bulto ya se hacían notar. Se sintió mareada y se marchó a casa cuando el jolgorio no había hecho más que empezar. Asombroso, a ella que presumía de apagar las luces.
Pero es lo que tiene el acostarse temprano: que te levantas temprano y, nueva sorpresa, ni tan siquiera le apetecía escuchar música: en la Europa desarrollada, el silencio sólo reina en la madrugada de los domingos.
Comenzó a deambular sin rumbo por la casa y a observar lo que nunca vemos: aquello que constantemente tenemos ante los ojos. El descubrimiento de lo cotidiano constituye la experiencia más novedosa de toda sociedad acelerada. Por ejemplo, la del amanecer del siglo XXI.
Y la buena de Eva acabó en los bajos a los que nunca acudía y en el sótano de una familia alemana puedes encontrar dragones.
En pie, en medio de todos aquellos cachivaches en desuso, Eva se topó con el atril de la abuela. Un objeto ajeno a su universo, cuyo nombre desconocía, un respetable instrumento de metro y medio de altura, de madera policromada, y sobre el cual no reposaba ningún mecanismo con botones sino un libro enorme, un grueso volumen dodo una cinta que atravesaba la espina dorsal entre las dos páginas abiertas de par en par. Antes de leer el contenido, a fin de cuentas una cuestión secundaria, Eva se recreó en la forma de las letras. Ella ya había contemplado aquella escritura con caracteres góticos, habituales en la carátula de los video-clips de música tecno, su favorita.
Finalmente, logró identificar lo que tenía delante: era la vieja Biblia de la vieja abuela Angela. La buena señora, quien ella apenas había conocido, tenía un tesoro: un atril de madera policromada y, sobre él, una biblia de cuero repujado que comenzaba cada capítulo con una letra tintada en oro.
Eva se puso a leer con la curiosidad de quien husmea el baúl ajeno. Aquella letra tan 'fashion' forzosamente debía albergar algún secreto, quizás un juego de rol.
El volumen estaba abierto por el capítulo 49 de Isaías y Eva encajó el golpe: "¿Puede la mujer olvidarse del fruto de su vientre, no compadecerse del hijo de sus entrañas? Pues aunque ella se olvidara yo no te olvidaré".
Nadie le había hablado así jamás. Porque estaba claro que se refería a ella: fruto, hijo, entrañas. En un instante se le abrió la mente, tanto tiempo dormida y por el mismo precio, también se le abrió el corazón, que nunca estuvo dormido, sólo enloquecido. Aquella apertura de entendederas resultó tan brusca como un viento inesperado que ventilara una estancia largo tiempo cerrada al viento y al sol.
Eva había descubierto al otro, al fruto de sus entrañas. Había allí alguien allí, distinto de ella, en sus mismísimas entrañas, alguien a quien no podía olvidar. Un filósofo patrio, es decir germano, habría hablado de alteridad. Eva podía ser ignorante, pero no pedante, así que no pensó en conceptos desconocidos. Sólo sintió y pensó que ese otro era tan importante como ella misma. Mejor aún, otro salto en el vacío, era incluso más importante que ella porque estaba indefenso, a su merced. No lo había creado ella pero vivía gracias a ella.
Aún era muy joven, pero ya se abría camino en su interior la ligazón tan estrecha que existe entre crear y procrear. Las palabras tienen una carga sobrenatural, un significado que se nos escapa nueve de cada diez veces pero podemos comprender su sentido aun cuando no entendamos su significado. Con el otro, con su hijo, Eva se sintió, por vez primera en su vida, partícipe de la creación del mundo. Y entonces se formuló el firme propósito de que nadie le arrebatara su papel en el drama del mundo.
No se olvidaría del fruto de sus entrañas y supo que había Alguien que tampoco se olvidaría de ella. Alguien que no le pediría nada a cambio como ella nada pedía al inquilino temporal de su propio cuerpo. Y encima, por primera vez, se sintió, en verdad, aquello por lo que tanto había luchado: por ser una mujer, hecha y derecha, con vocación de amar y ser amada. De golpe, sin cursillo de adaptación, Eva había descubierto las dos virtudes de la feminidad: clemencia y fidelidad. Lógico, ahora había alguien que la necesitaba. Y se lo dijo a sí misma, sin reparar en que había descubierto una de las claves de la vida.
Luego cogió la Biblia de la abuela Ángela y se la llevó a su cuarto. Seguramente, aquel volumen albergaba otros muchos enigmas que era necesario desvelar. Era como poseer un mapa del tesoro. El atril se quedó en el sótano. Otro síntoma del proceso de maduración acelerada que había experimentado aquella madrugada de domingo: por primera vez, la adolescente Eva despreciaba el envoltorio. Llegada a su habitación, se lo pensó mejor: bajó de nuevo al subsuelo y recogió aquel original armatoste. En su cuarto, aquel libro enorme, salpicado de letras doradas y entronizado sobre el atril, quedaba de lo más chulo. Luego, realizó el primer acto de su nueva vida: se fue a la cocina y se preparó dos enormes salchichas: tenía un hambre de lobo.
Eulogio López
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