El próximo 22 de julio se cumplirán siete años desde el atentado más cruel ocurrido en el territorio de Noruega. Ese verano de 2011, 500 jóvenes afines al Partido Laborista de su país se encontraban reunidos en un campamento de verano en la isla de Utoya, muy cercana a Oslo. El mismo individuo que había hecho estallar una bomba horas antes en un edificio gubernamental, cometió una auténtica carnicería en ese islote.

Lo interesante de este relato es que escuchamos, más que vemos, la brutalidad del ataque mientras somos testigos, en primera línea, del terror que sufrieron las víctimas, muchos ellos prácticamente niños, en esos 72 minutos y que en la película transcurren en tiempo real. La manera narrarse recuerda a la oscarizada El hijo de Saúl; con un suspense psicológico que consigue poner el corazón en un puño.

Para contar estos fatídicos acontecimientos el director Erik Poppe decidió introducir algo de ficción. Lo más destacado es que Kaja, la joven conductora de la historia, no es una persona auténtica, pero está recreada con detalles que aportaron los supervivientes de la masacre. Rodada con el permiso de los familiares de las víctimas, la descripción de los acontecimientos de manera pormenorizada deja patente la inseguridad de la isla en la que se encontraban esos adolescentes y jóvenes, sin lugares para esconderse o refugiarse, y la falta de reacción rápida de las autoridades de su país, no acostumbradas a atentados de este tipo.

Si la película convence, lo que no tiene sentido es el comentario subtitulado del final del film que advierte que el avance de los movimientos de ultraderecha por toda Europa, es lo más peligroso y olvidado actualmente, da la impresión que a propósito, el terrorismo yihadista. Nuevamente el síndrome de Estocolmo de los europeos, en este caso noruegos, vuelve a primer término.

Para: los que quieran conocer la barbarie de esos acontecimientos, que no se muestran de forma explícita en ningún momento.