El siglo XXI comenzó con el 11-S, en el primer año de la centuria, el 2001. No en vano, la caída de una de las torres gemelas dibujó en el vendaval de humo la imagen de Satanás, tal y como la han popularizado los mejores pintores desde hace siglos. Sí, porque Satanás no tiene imagen, dado que no tiene cuerpo, es un espíritu.

¿Fue un capricho de la geometría del humo provocado por el impacto asesino? Ni lo sé ni me importa. Dios no necesita utilizar dibujos en una nube tóxica para demostrar que los atentados del 11-S fueron una obra demoniaca, ordenados por un miserable -es decir, un endemoniado- llamado Bin Laden y perpetrados por unos fanáticos endemoniados que se creían mártires de Alá.

En aras de nuestra libertad estamos obligados a elegir entre el bien y el mal. Lo único que nos distingue de otros tiempos es que la decisión es ahora impostergable

Pero una cosa es negar el significado de la imagen fugaz creada por el derrumbamiento de una de las torres gemelas y otra negar que se haya producido la propia imagen: más anti-científico e irracional es lo segundo que lo primero.

En cualquier caso, podríamos definir el siglo XXI como la era del terrorismo directo. Satanás, y con él todo su ejército de espíritus malignos, se ha quitado la careta y se dedica al terrorismo directo. Ya no necesita disfrazarse, como decía Clive Lewis, de “ángel de luz”, ya no necesita decir que el Maligno no existe, tan sólo el mal (que es, precisamente, lo que no existe, porque el mal no es otra cosa que la ausencia de bien).

En breve, ya no necesitará ni hablar de progresismo, que no era sino una excusa para introducir el mal como algo bueno. Ya saben, los “valores” republicanos de los que hablan PSOE y Podemos.

Ahora, en el siglo XXI, muy distinto del XX, estamos en la batalla final, que es la batalla contra la Eucaristía y que, como siempre, parecerá ganar para luego sufrir la más definitiva de las derrotas. Si tuviéramos que resumir esta época deberíamos hablar de la era de la profanación. Esa batalla final, insisto, es contra la Eucaristía, es decir, el gran objetivo de Satán: la adoración de la Bestia, que los espíritus malignos intentan que sustituya a la Eucaristía. Con la pandemia, Satán ha ensayado esa sustitución.

Si tuviéramos que resumir esta época deberíamos hablar de era de la profanación. Esa batalla final, insisto, es contra la Eucaristía, es decir, el gran objetivo de Satán: la adoración de la Bestia

Un ejemplo de la nueva era del terrorismo directo: lean la entrevista de El Español con un cantamañanas que se dice satánico. Digo cantamañanas porque los verdaderos satánicos todavía permanecen en un segundo plano, saben muy bien que Satán no admite representantes, sólo siervos. 

Figúrense si será un pinchauvas que asegura ser un luciferino ateo, que no cree en Lucifer pero sí nos sirve para refrendar la tesis: los satánicos se están quitando la careta porque la nueva era, la del siglo XXI, ya ha comenzado. Todo ello de la mano de esa blasfemia contra el Espíritu Santo, que es el signo del siglo XXI, la centuria que comenzara con el asesinato de más de 3.000 personas un 11 de septiembre. Cuando el mal ya no se esconde sino que se vende como bueno, cuando la mentira ya no utiliza argucias, sino que se presenta como verdad incontestable y cuando la fealdad se presenta como belleza y exige ser venerada por todos, es cuando Satán se quita la careta y ya no se oculta su existencia. Ahora pretende ser adorado en el trono de Dios, en la Eucaristía. La adoración de la Bestia supone la culminación de esa blasfemia contra el Espíritu, el pecado que no se perdonará ni en este mundo ni en el otro.

Porque esa es otra: no hablamos de conflagración bélica, ni tan siquiera de batalla filosófica, ni de la mente ni de los corazones: esto es una guerra religiosa en sentido prístino, donde hay que elegir entre Cristo y Satán. Y el que no esté en estas coordenadas es que no habita el mundo real de la vigésimo primera centuria.

¿Es este siglo XXI tiempo de tinieblas? Sí, y muy duro, no apto para pusilánimes.

No hablamos de conflagración bélica, ni tan siquiera de batalla filosófica: esto es una guerra religiosa en sentido prístino, donde hay que elegir entre Cristo y Satán. Quien no entienda esto no sabe en qué siglo está viviendo

Pasamos a la era del terrorismo directo de Satán. Ha llegado la hora de la verdad y cada uno debe elegir. Ahora bien, también es éste tiempo apasionante, sólo apto para temperamentos románticos y apasionados, que recuerda las palabras evangélicas, escritas quién sabe si para este momento histórico: ¡Levantad las cabezas, se acerca vuestra liberación! Todo ello en la convicción de que Cristo puede perder batallas pero gana todas las guerras.

Y tampoco mitifiquemos a Satán, que sólo es una creatura. El único Creador que existe es Dios. A quien debemos temer no es a Lucifer ni a los espíritus malignos que “vagan por el mundo para la perdición de las almas”. Es cierto que contra ello va dirigida nuestra lucha pero también lo es que su poder, como el mismísimo poder de Dios, viene limitado por nuestra propia libertad. Jesucristo nos ha creado libres porque no le gusta que le amen ni máquinas ni mascotas. Sólo busca amantes que opten libremente por serlo, amantes que también pudieran optar por odiarle o por despreciarle. Esta es la clave de toda la historia humana. Como asegura mi amigo, el colaborador de Hispanidad, catedrático Javier Paredes, la historia es la historia de la libertad.

Por tanto, a quien debemos temer no es a Satán sino a nosotros mismos, a nuestra libertad, don maravilloso siempre, pero que puede utilizarse en las dos direcciones: de nosotros depende. En aras de nuestra libertad estamos obligados a elegir entre el bien y el mal. Lo único que nos distingue de otros tiempos es que la decisión es ahora impostergable.

El 11-S no es lo peor que ha pasado en este siglo XXI. Lo peor es la blasfemia contra el Espíritu Santo. Ahora bien, la humanidad necesita de esos aldabonazos, para que alguien le muestre qué es lo que realmente está ocurriendo.