Katyn es una película para pensar. Por ejemplo, en por qué en España no existe un Wajda que recree los katynes españoles, o por qué la progresía copa en nuestro país, no la cultura sino la cultura-espectáculo.

Y también sirve para pensar sobre el totalitarismo, la inhumanidad del homicidio permanente, el afán por liquidar, no a una persona, sino todo a un pueblo, por qué hay quien muere rezando y quien agoniza blasfemando.

Sin embargo, no pretendo hablar ahora de ello, sino de la blasfemia contra el Espíritu Santo, ese pecado que, según Jesús de Nazaret, no se perdonará ni en este mundo ni en el otro. La tal blasfemia consiste en atribuirle al maligno las obras de Dios o viceversa. Y la cosa es grave, la más grave por la sencilla razón de que impide cualquier tipo de arrepentimiento. En definitiva, la blasfemia contra el Espíritu Santo consiste en no distinguir entre el bien y el mal.

Tranquilos, que enseguida vuelvo a Katyn. En las fosas polacas, los soviéticos asesinaron a sangre fría a miles (¿20.000?) de polacos, el pueblo mártir del siglo XX. Un homicidio colectivo, una masacre monstruosa. Pero alguna conciencia debía quedar en las personas y los pueblos, porque desde 1940 Katyn se convirtió en un pin-pan-pum, entre alemanes y rusos. Toda la propaganda soviética se volcó para demostrar que ellos no habían sido, que habían sido los nazis. Los alemanes, con la acusación del genocidio nazi sobre sus cabezas, apenas reparaban en aquellas muertes preocupados como estaban por olvidar el nazismo y la II Guerra Mundial.

Hoy es igual. Pero no lo es, que el siglo XX, totalitario y homicida, aún distinguía entre el bien y el mal. Tanto es así, que mentían como posesos antes de reconocer la barbaridad de Katyn.

Y ahora vamos a preguntarnos: ¿estamos seguros, en el siglo XXI, que aún distinguimos entre el bien y el mal? Algunos fenómenos, por ejemplo la aceptación social del aborto, parecen indicar lo contrario, parecen señalarnos que vivimos en plena blasfemia contra el paráclito. Pero lo peor no es el aborto, ni tan siquiera, como recordara Julián Marías, la aceptación social del aborto. Lo peor es que el aborto no se oculta -como había que ocultar Katyn- sino que se convierte en un derecho, en un orgullo, en una navaja que se arroja al enemigo, es decir, a todo aquel que posea un mínimo sentido común.

A ver si resulta que hemos pasado del homicida siglo XX a un siglo marcado por la blasfemia contra el Espíritu Santo, donde el malvado no esconde su crimen sino que se pavonea de él. Porque sólo hay una posibilidad de que la humanidad desaparezca y es ésta. Cuando no sepa distinguir entre el bien del mal.

Eulogio López

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