El Nuncio de Su Santidad en España, Monseñor Manuel Monteiro, ha picado como un pichón. Los periodistas especializados en religión (los periodistas religiosos son sólo un poco menos peligrosos que los moralistas para la fe del pueblo… y sólo un poquito menos cabrones) le preguntaron por el matrimonio gay. Y, naturalmente, nuestro buen diplomático cayó en la celada: habrá que regular otras convivencias, afirmó, por ejemplo las de homosexuales, sin equipararlas nunca al matrimonio, claro está, que es otra cosa. Lo cual está muy bien, Monseñor, es fina doctrina, prudente matiz.

 

Ahora bien, no sólo se evangeliza enseñando la buena doctrina. Es más, le recuerdo la frase de un santo polémico, o sea, una gran santo, como el fundador del Opus Dei, San Josemaría Escrivá de Balaguer: Si no eres malo y lo pareces es que eres tonto. Con esa sabiduría doctrinal y vida interior con que Dios le ha ordenado, ¿por qué no aprende también un pelín sobre información pública? Por ejemplo, un manual sobre cómo comportarse con los periodistas le haría ver que cuando un plumífero, por ejemplo yo, le pregunta, su pensamiento diverge del de usted: usted está pensando en el contenido de la respuesta y él está pensando en su condensación en un titular, a ser posible de menos de diez palabras. Por ejemplo, usted habría evitado que los muy religiosos periodistas-moralistas (todo en uno) del diario ABC hubiesen titulado: "El Nuncio del Vaticano, de acuerdo con regular las uniones homosexuales". Pero no es exactamente lo que usted quería decir, ¿verdad? ¡Rediez! ¿Qué tendrá la palabra "regulación" que, insisto una y otra vez, todo el mundo la asimila como solución?

 

Porque, vamos a ver: ¿para qué regular las parejas homosexuales? Pues, en teoría, para dos razones: para adoptar hijos, o para beneficiarse, especialmente a través de las prestaciones públicas, de los beneficios de la familia: herencia, pensiones de viudedad, etc.

 

Ahora bien, me imagino que cuando usted, Monseñor, habla de regulación de parejas de hecho, no pretenderá decir que el Estado debe regular la adopción de niños por homosexuales.

 

Pero hay más. Imaginemos que sólo se refería a la segunda opción: a los beneficios económicos. Y la pregunta entonces es: ¿Por qué la familia recibe una serie de prestaciones del Estado –en España poquísimas, dicho sea de paso- y por qué existen figuras como la pensión de viudedad o la de orfandad? Pues, muy sencillo, no es un regalo del Estado a la familia tradicional, es una compensación, y muy tacaña, por el gran regalo que la familia natural (lo que los progres llaman tradicional) presta al Estado y a la sociedad: los hijos y la educación de éstos. Es decir, lo que los gays no van a proporcionar. Y sino proporcionan hijos a la sociedad, porque han renunciado a ellos, tendrán que demostrar qué derecho tienen a una serie de reconocimientos y de prestaciones sociales.

 

En otras palabras, no ya la adopción de hijos, sino hasta las prestaciones públicas de los matrimonios gays son discutibles. Pero todo lo anterior serviría para un debate televisivo (es decir, para muy poco). Lo que hace al caso, Monseñor Monteiro, es otra cosa. Malos tiempos para la lírica cuando la Iglesia tiene que hablar de mal menor, tiene que ceder en el límite mismo de lo admisible, en lugar de hablar en positivo. Porque esta es la gran diferencia entre el mundo y la Iglesia, Monseñor. Lo que diferencia a la Iglesia del mundo es que al mundo le encantan los sistemas, mientras que la Iglesia sólo cree en las personas. Verbigracia, recogiendo un ejemplo lanzado por el Grupo de Oxford (los escritores ingleses herederos del cardenal John H. Newman) podríamos decir que: "Supuesto que la pena capital sea compatible con el Cristianismo, un cristiano podría legalmente ser verdugo, pero no podría ahorcar a un hombre del que supiera que es inocente". O dicho de otra forma, ¿por qué hace la Iglesia tanto hincapié en la gran salvajada del aborto? No por la muerte del feto (para la Iglesia, hay cosas peores que la muerte, por ejemplo, la condenación eterna), sino porque el niño no nacido siempre es inocente, y sus asesinos cometen una feroz injusticia. A la Iglesia le preocupa más la justicia que la muerte, y sabe que la justicia depende, siempre, en una dictadura como en una democracia, de la libertad del hombre, no de un sistema político, económico o social. La Iglesia sabe que en todos los sistemas posibles pueden esconderse ciertos grados de justicia y ciertos grados de explotación del hombre por el hombre. Algunos sistemas realmente dificultan más la justicia que otros, pero sigue siendo eso: sistemas.

 

Toda regulación es un sistema. Y los sistemas pueden ser malos o menos malos, pero ninguno de ellos es lo propio de la Iglesia. Al Nuncio de Su Santidad no debe preocuparle la regulación de las parejas homosexuales, sino el fomento de la maravilla que significa la pareja heterosexual. No se trata de ceder, sino de avanzar por el propio camino, sin tan siquiera pegarse con nadie.

 

Y por cierto, Monseñor, con estas cesiones no va a aplacar usted a la fiera progre. Los progres no se conforman con regular las parejas de hecho. La progresía no tiene límites y sólo aceptará la rendición incondicional: que a la cohabitación de dos gays le llamemos matrimonio y familia. Y una vez conseguido esto, comenzarán a condenar la heterosexualidad como algo contrario a la libertad humana. No, Monseñor, no va a tranquilizar usted a la fiera, y, además, puede confundir a los suyos. No conceda, Monseñor; mejor, predique. Que predicando dará cuenta de su entendimiento, que, me consta, es enorme.

 

Eulogio López