El niño puso su boca en el vientre,
y chupó la carne tersa y suave.
Retiró la cabeza, y miró el óvalo de saliva brillante,
leve marca roja, sobre la piel de la madre.
 
Quedó la madre, pensando
en la transparencia de aquel beso.
Claro como el límpido cristal,
como el agua cristalina del arroyo.
Sin empañar por las pasiones y deseos,
de sentimientos dormidos como perros;
que dentro de los niños aguardan
a que se hagan mayores, mayores se hagan.
 
Un beso que no exigía otro a cambio,
no era un beso de preguntas lleno,
que respuestas exigentes demandara;
como los besos de los alegres hombres,
que en los sueños los soñaban.
 
Era un beso de amor lleno, por la madre,
y al hermano que en aquel vientre anidaba.
 
Del poemario: “Entre dos mundos”