Hemos iniciado la Semana Santa, con la celebración del Domingo de Ramos o de las Palmas una verdadera fiesta en la que participa con fe el pueblo católico. Es hermoso contemplar los rostros de pequeños y adultos portando las palmas en sus manos y entonando cantos dedicados a Cristo Rey.
A propósito de las palmas, recuerdo siempre el aprecio que me transmitió mi madre por llevarlas a casa, decía que había que tenerlas en sitios visibles para ahuyentar al demonio y también para recurrir a ellas en tiempos de conflictos o necesidades urgentes. ¿Y, por qué no ser respetuosos con estas tradiciones?
Millones de personas van a participar en procesiones y ceremonias litúrgicas, preparadas durante meses hasta el más mínimo detalle según una tradición que se remonta a varios siglos atrás. Con sus matices regionales, la Semana Santa se celebra en todas las ciudades y pueblos españoles con una sincera religiosidad y una notable participación popular. Las imágenes no engañan y desmienten rotundamente cualquier prejuicio que pretenda ignorar la evidencia de que una gran mayoría de españoles considera a la religión católica como parte sustancial de sus creencias personales y sus comportamientos sociales. Lo más normal es que las personas no nos avergoncemos de los nuestros. Al contrario, solemos manifestar un orgullo legítimo y un agradecimiento vigoroso a quiénes nos han traído al mundo y nos han educado con su generosidad y su ejemplo.
Por eso, no tendría sentido vivir la Semana Santa con medias tintas o con mentalidad de cumplimiento. Hay que vivirla a fondo, con radicalidad, aprovechándola para hacer una parada en el camino, para reflexionar, para revisar la vida, para contemplar el inmenso amor de Dios que se nos ha manifestado en Cristo y que debe producir un cambio significativo en nuestra vida. También deberíamos descubrir nuevos cauces para proyectar ese amor en los hermanos, especialmente en los más necesitados, y potenciar la dimensión evangelizadora de la Semana Santa.
Elena Baeza