Ante los múltiples acontecimientos que están apareciendo estos días, con temas de corrupción en casi todos los partidos con sus dimes y diretes, y con frecuentes pérdidas de memoria, me he recodado de que los viejos filósofos afirmaron "que la mentira daña más a su autor que al destinatario".
Violentar la verdad envilece a quien lo hace, aun cuando la primera percepción sea la del beneficio que obtiene el mentiroso.
En la simplificación de las campañas electorales, nos hemos ido acercando a la mentira, nos hemos acostumbrado a escuchar afirmaciones que con el mejor talante podríamos conceptuar como exageradas, y que quizá no puedan llegar a ser calificadas estrictamente de mentiras, ya que nadie es tan ingenuo para crearlas al pie de la letra.
Luego, al poner en práctica el programa si se llega a gobernar, tales afirmaciones se matizarán —"donde dije digo, digo diego"—, y aun así posiblemente todavía no entraríamos en el terreno de la mentira: ya se sabe que el lenguaje político en campaña tiene algo de críptico, metafórico y quimérico, y que contamos con la exageración de la bondad de la oferta que se nos hace.
Lo malo es cuando se da un paso más y se pretende que la carta sacada de la manga sea legal. Podemos ser indulgentes con el mentiroso arrepentido, ¿pero qué crédito puede merecer quien niega lo evidente En último término, la credibilidad tiene su mejor fundamento en lo que se hace, en el testimonio personal, y no en lo que se dice.
Pedro García