Es decir, las monjas-coñazo, las monjas gringas que se han empeñado en ordenarse curas. A las pobres les han inoculado el virus feminista, que ataca con dureza a una de las glándulas más sensibles del hombre -incluso de la mujer-: la paciencia. Pero ojo, no la paciencia del paciente, sino de quienes le rodean.
¿Qué les ocurre a estas buenas religiosas de sonrisa bovina? Pues que no se resisten a convertirse en reinas por un día, reinas de la estupidez y la incoherencia, pero reinas al fin y al cabo. Es lo que pierde a tantas mujeres: la obsesión por convertirse en el centro de atención, aunque sean el centro del ridículo.
Miren ustedes, ser sacerdote es un gran honor pero yo no lo calificaría como un ascenso. En cualquier caso, de los tres votos que marcan el estado clerical, los de castidad y los de pobreza resultan menores. El más duro es el de obediencia, porque afecta a la víscera más puñetera del ser humano: la soberbia.
Como las moñazos.
Eulogio López
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