Tiempo atrás, no mucho tiempo atrás, la humanidad se dividía entre los que pretendían cambiar el mundo y los que se conformaban con acomodarse a las posibilidades que otorgaba el mundo.

Éticamente, podíamos hablar de los amantes del bien y de los amantes del mal menor, aunque habrían que abrir la tercera y más desoladora casilla: los que renunciaban a identificar a los dos bandos y simplemente pasaban por el mundo sin preguntarse cosa alguna, el llamado carácter ameba. A estos últimos se les ha llamado relativistas y cuentan poco en la historia, dado que el relativismo es algo de lo que se puede presumir pero no se puede practicar. Son legión sí, pero han renunciado a todo tipo de progreso. Quizás por ello se autodenominan progresistas.

La modernidad es la historia de la macedonia de conceptos, viejas ideas que se han vuelto locas, como aseguraba Chesterton. El lío modernista consistió en partir del bien para llegar a la locura, a costa de reinterpretar nobles principios para terminar en disparates, siempre por la misma vía: deificar al hombre. Ejemplos: el marxismo deificó la bella idea de la cuestión social y acabó cargándose la libertad. El fascismo deificó la patria y se cargó el patriotismo. El capitalismo deificó la igualdad de oportunidades y se cargó la justicia. El arte deificó la originalidad y se convirtió en blasfemo desatino, la ciencia deificó la verdad a la que puede llegar el hombre y degeneró en escepticismo que impide llegar a cualquier tipo de verdad, es decir, de conclusión. Todos estos colectivos estaban compuestos por bienpensantes enloquecidos que idolatraron al hombre y, lógicamente, le convirtieron en esclavo. A fin de cuentas, ¿dónde está la diferencia entre un ídolo y un esclavo? Nadie lo sabe.

Pero en el siglo XXI los tiempos han cambiado. Ahora lo que impera es la sensación generalizada de que ya no hay tiempo para ubicarse en ningún colectivo ni tampoco merece la pena. La sensación es que el tiempo se acaba y ya no nos queda espacio ni para rectificar. Vamos, que la suerte está echada. Sólo nos domina el pensamiento, indefinido y omnipresente, de fin de ciclo. Y, en consecuencia, el nivel de felicidad en la humanidad ha caído en picado.

¿Y es cierto que no nos queda tiempo? Sospecho que, en efecto, el tiempo se agota. El nivel de podredumbre, antes llamada pecado, se ha concentrado tanto que amenaza con estallar. Pero no es cierto, y esto es lo importante, que no quede tiempo para rectificar. La conversión es cosa de un momento y Cristo siempre tiene los brazos abiertos esperando al pecador arrepentido. Pero sí, queda poco tiempo para cambiar. Para el cambio personal claro está, porque lo que venga, de eso sí estoy seguro, ya no depende de nosotros. Lo que depende de cada uno es el papel que cada uno quiere jugar en eso que viene. La historia del hombre es la historia de la libertad, pero la historia del mundo es la historia de su Creador. Por tanto, la historia es la combinación de la Providencia de Dios y de la libertad humana y sólo cambiamos el mundo en la medida que cambiamos nosotros. Por decirlo en términos de prospectiva económica: 2011 va a ser peor año que 2010 porque los hombres seguimos apostando por una economía virtual, también llamada financiera, pero si uno busca satisfacer sus necesidades primarias y no enriquecerse, puede sobrevivir perfectamente a la crisis.

Pues bien, la economía no es sino consecuencia del nivel moral. Pero uno puede salvarse en un mundo desguazado si es coherente con los principios morales que rigen ese mundo. Uno puede salvarse si vuelve a su origen, a Cristo. Es cosa de un instante, y conviene ejecutarlo antes de que llegue ese día terrible y glorioso, como reza la liturgia de adviento.

Queda poco tiempo sí, pero no hay que preocuparse: el tiempo sólo es la antesala de la eternidad.

Eulogio López

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