La Sareb, también conocida como el ‘banco malo’ -no es un banco, pero es malísimo- comenzó su andadura (2012) vendiendo a toda velocidad, es decir, grandes paquetes de activos a fondos buitre que, como se pueden imaginar, exigían unos precios marcadamente bajos.

Aquella estrategia cambió radicalmente cuando Jaime Echegoyen (que en paz descanse) asumió la Presidencia tras la repentina dimisión de Belén Romana, en enero de 2015. A partir de entonces se vendería al menudeo, buscando maximizar los precios. En otras palabras, vender más despacio y a un precio más elevado. Así hemos llegado al momento actual, con una idea clara: el banco malo fue un error desde el principio. ¿Por qué había que rescatar con dinero público, aunque fuera de una manera camuflada, el rescate de las entidades? Hubiera sido mucho más barato, y más justo, dejarlas quebrar. A fin de cuentas, los depósitos estaban asegurados hasta los 100.000 euros y, además, y esto siempre se omite, las entidades contaban con activos que se podían vender para aligerar la factura. Pero no fue así y se creó la Sareb, con el objetivo de vender todos los activos en un plazo máximo de 15 años, que se cumplirán en 2027. No se va a lograr, por supuesto.

Los últimos resultados -ejercicio 2023- publicados esta semana, nos hablan de una deuda de 29.413 millones de euros. Es decir, sólo se ha amortizado el 42,1% de los 50.781 millones del inicio, esto es, 21.368 millones. El resultado del ejercicio fue negativo, en 2.198 millones de euros -es la diferencia entre el precio al que se traspasaron los activos en 2012 y 2013 y su precio real en el mercado- y, lo más llamativo, los gastos financieros alcanzaron los 861 millones, una cifra nada desdeñable que, con los tipos como están, será difícil reducir. ¡Ah! y lo más probable es que en 2027 no se hayan vendido todos los activos, por lo que se aplazará la liquidación de la sociedad. Los empleados de la Sareb lo agradecerán.