Sr. Director:
Medio pasada la primera ola de la 'pandemia' (vendrán después tantas como quieran ellos, menos precisamente el coronavirus), llega el aluvión de frases hechas:“Hemos superado lo peor”, “¡Quién iba a sospechar tamaña desgracia!”; “De esto salimos más fuertes”… Nadie entre mis conocidos sabe decirme ni por aproximación qué es en concreto lo que hemos “superado”, ni es capaz de asumir con razonable serenidad que esta “tragedia” es estacional (con temporadas mejores y peores, eso siempre), ni explicarme la exacta razón por la que “de esto salimos reforzados”.
¡Claro que hemos cambiado! Ahora nos tienen dóciles y temerosos, sendos estados de ánimo por completo ineludibles para un eficaz control masivo, anhelo humano desde su más tierna infancia. Así fue siempre y así sigue siendo, pues la materia prima que es nuestra naturaleza no ha mutado en lo sustancial. Ni Orwell en plena racha creativa hubiera imaginado tal facilidad para la implantación de marcos mentales a gran escala, y además exhibiendo sin apenas pudor nuestra credulidad comunitaria, de boca en boca, a sabiendas de que todo aquel que simplemente escrute cifras y mensajes oficiales es ya un disidente, un apestado, un peligro social… un 'eliminable', en definitiva.
Porque mucho me temo que de eso se trata en el fondo: de anclar a nuestros pies una dictadura perfecta: aquella que para sus fines no necesita ni ostentosa policía, ni togados jueces, ni siquiera lúgubres cárceles para encerrar al desviado del pensamiento único (oficial por oficializado). Si uno lo piensa, el panorama se sustenta en una lógica aplastante. Perversa hasta el retortijón, pero aplastante. ¿Qué necesidad hay de gastar un chavo en uniformados agentes si cada uno de nosotros se ha erigido de facto en eso, de dilapidar el erario ―público lo es por defecto― en una megalómana estructura judicial si puede ser esta secuestrada con guante blanco por el poder político, de invertir en mazmorras cuando quien más quien menos convertimos nuestra testa en tenebroso rincón? La mente más huraña y maliciosa estará frotándose manos y ojos (¡sin aplicación alguna del puñetero hidrogel que nos destroza la epidermis!) ante la escasa o nula reacción de los más. Porque ni en estas nos paramos a hacer sencillas cuentas, evidentes comparaciones o simples deducciones. Nos comunican en discurso maquillado que esto es lo más parecido al fin del mundo, y nos lo tragamos cual grajea. Y quien osa pensar ―para bien o para mal― se expone a escarnio televisado. Porque ahora todo se televisa.
Llegados a este punto, bien podemos abandonar toda esperanza. Dijo alguien que todo lo humano le era “ajeno”, y a mí sin embargo me resulta dolorosamente “familiar”. Y si hay entre los lectores quien cree que “la esperanza es lo último que se pierde”, alabo su espíritu; mas yo le digo que repiense el contenido del aforismo, y apreciará que, siendo quizá lo último, reconoce en él de manera implícita que de hecho “se pierde”.
Por no abandonarme al pesimismo negro, tampoco diré que esto ha sacado de nosotros “lo peor” (pues ya antes se adivinaba el perfil con notable nitidez), pero sí que en muchos aspectos nos ha crecido del alma la semilla de lo poco virtuoso. ¿Cómo si no denominamos al espionaje cotidiano del vecino, sin otro menester que comunicar al resto de la familia la filiación de quien pasea en horas intempestivas, de quien no lleva mascarilla/guantes/casco protector/garrafón de plástico/aletas de buceo, de quien saca con demasiada frecuencia al perrillo? ¿Qué etiqueta le endosamos: «soviet de visillo» les parece apropiada?
No nos engañemos [aún más]. Es lo que hay, y con este material hay que construir la tan cacareada nueva normalidad, un escenario impuesto a machamartillo, que ni es nuevo ni mucho menos normal.
Pero, hablando de etiquetas, ya nos va bien con el reparto a diestro y siniestro de un «facha» a tiempo, de un «racista» sin venir a cuento, de un «machirulo» escupido al aire, de un «reaccionario» ante los amigotes progres…