Lo que se ha denominado la burbuja inmobiliaria, es decir, el incremento desmesurado y continuado de los precios de las viviendas y de todos los inmuebles que se construían hasta el año 2008, no fue un problema exclusivamente español sino del mundo occidental, incluyendo en él a los EEUU y Europa.
Uno se preguntaba por las causas de tamaño desbarajuste económico que alcanzaba niveles de porcentaje de incremento anual del 16 y hasta el 20 % o más, y no terminaba de comprender y aceptar que las cosas tenían que ser así. Algunos economistas han descubierto que lo decisivo era que las entidades financieras estaban detrás, concediendo préstamos hipotecarios a muchos compradores, sin ninguna garantía de pago, por insuficiencia de ingresos o incluso falta de trabajo, y con valoraciones de los inmuebles por encima de su valor de mercado, confiando en el aumento imparable de los precios. El caso era hacer multitud de operaciones hipotecarias, aunque carecieran de garantía, e incluso titulizar muchas de esas operaciones en paquetes, vendiéndolos a otras entidades financieras especuladoras con un interés apetecible. De ahí el nombre de burbuja como algo artificial y frágil, lleno solamente de aire y siempre próximo a desaparecer.
Mientras la burbuja se mantenía, se forraban todos o la mayoría de los que intervenían en las operaciones, que aumentaban exponencialmente sus ingresos, incluidos los ahorradores que preferían invertir en la compra de viviendas, en busca de una rentabilidad cada vez mayor; se proyectaban más y más urbanizaciones, y construcciones sin mirar las necesidades del mercado. Pero hete aquí que, a mediados o finales de dicho año 2008, la burbuja se rompió y llevó al garete a muchas entidades financieras, cuando no a la quiebra y a la ruina económica corroborando una vez más el viejo dicho popular de la avaricia rompe el saco. Hubo que ayudar a esas entidades con subvenciones y préstamos para que la economía familiar y personal no se resintiese de una manera irreversible, sembrando el pánico entre los que solemos tener el dinero que poseemos en el banco, que somos la inmensa mayoría de los contribuyentes.
Ahora bien, la peor consecuencia de la gran crisis que se produjo la sufrieron los prestatarios de las hipotecas, los que, al no poder pagarlas se vieron embargados y desposeídos de su vivienda y lo que es más grave, condenados a pagar en el presente o en el futuro con sus propios bienes e ingresos profesionales, cuando los tuvieren.
Aquí radica en mi opinión, la gran injusticia del sistema hipotecario español, que consiste en exigir al prestatario que responda del préstamo, no sólo con la vivienda adquirida, sino con sus propios bienes e ingresos. Recuerdo que, para más inri hace algunos años, las entidades prestamistas exigían la firma de dos avalistas responsables (generalmente los padres) de la amortización del préstamo, si no lo podía hacer el prestatario, exigencia que se suprimió hace ya algún tiempo.
Pues bien, en los países anglosajones, léase el Reino Unido y los EEUU, no sucede así, sino que la responsabilidad del impago se limita a embargar la vivienda, sin que el prestatario se vea afectado en sus bienes, y poniendo luego a la venta en pública subasta, el inmueble objeto del préstamo, conformándose a cobrar el prestamista el importe de la venta, compensándose del importe impagado y además, si el cobro obtenido en la subasta supera el de la parte impagada del préstamo, entregando la diferencia al prestatario. Esto es lo justo y no el sistema que tenemos en España, a mayor injusticia para el prestatario y mayor seguridad para las entidades financieras prestamistas; éstas alegarán que, en este caso el interés del préstamo será sensiblemente superior al que vienen cobrando, pues bien, que lo sea y que cada palo aguante su vela.
Roberto Grao Gracia