Es llamativo el contraste entre la magnífica puesta en escena que han desplegado los organizadores de los Juegos Olímpicos de Londres en su jornada inaugural, haciendo patente sus importantes aportaciones en el ámbito cultural y económico, con las restricciones del COI en pleno s. XXI sobre derechos fundamentales.
Es comprensible que ante un evento de tal envergadura se adopten una serie de normas que afecten al orden público y a la seguridad. Pero no deja de sorprender "la prohibición de introducir en las sedes olímpicas material impreso que lleve contenidos religiosos, políticos u ofensivos contra el orden público y/o moralidad".
La desafortunada equiparación de dichos contenidos con la religión no deja de producir desazón. Parece como si la religión fuera causa de conflicto que podría alterar el orden público, y de ahí las cautelas prohibitivas cuando nada es más ajeno a la realidad. No se entiende que una Biblia, el Corán, o la Torah, puedan ser un instrumento subversivo y peligroso, y menos que se limite a utilizarlo a los asistentes de unas olimpiadas. Hasta estos niveles prohibicionistas ni siquiera se había llegado en los anteriores juegos olímpicos de Pekín, en la China comunista, y, sin embargo, en el democrático Reino Unido se impone la dictadura de lo políticamente correcto, cercenando el derecho a la libertad religiosa. Ante tamaño desafuero, ¿acaso sancionarán a los deportistas que se santigüen antes de una competición, o que celebren su triunfo dirigiendo la mirada y el dedo pulgar al cielo?
Por esta misma regla, además de ser ridícula y presentar ciertos tintes laicistas, se podría haber prohibido cantar el God Save the Queen (Dios Salve a la Reina), como himno del Reino Unido, e incluso la exhibición de la bandera de la Unión que combina las cruces de los patronos de Inglaterra, san Jorge; de Escocia, san Andrés; e Irlanda del Norte, san Patricio.
Todo esto supone una regresión con respecto a las olimpiadas parisinas de 1921, recreadas en la película Carros de Fuego, que defiende la libertad religiosa y nos muestra cómo la religión es inherente a la naturaleza humana, dignifica a la persona, y también al deporte. Y es que deberíamos recuperar el lema de prohibido prohibir.
Javier Pereda Pereda