Casado, padre de dos hijos. Su señora le es infiel con un italiano (supongo que es la moda). Aprovechando los viajes de su esposo al extranjero, la doña no sólo introduce al trasalpino en casa -no, no es Berlusconi- y para que el refocile, que diría el maestro Cervantes- no se vea interrumpido, duerme a sus dos retoños con somníferos.
Al final, como siempre, se descubre el pastel. Correspondiente vista de separación. El padre demuestra los hechos, causa de la demanda de divorcio y todo parece listo para sentencia. Es entonces cuando la juez exclama:
- A mí no me vengan con causas de divorcio. Aquí lo que se ha perdido es la affectio maritalis.
Su Señoría hacía uso de la locución latina que hace relación al afecto y mutuo auxilio entre los dos esposos comprometidos en matrimonio, aunque en su acepción más moderna y vanguardista, mismamente la habitual hoy en día en los tribunales de justicia: mire usted, que me he cansado de este tío/a: líbreme de su tediosa presencia.
Esto es, a Su Señoría no le importaban las causas del divorcio, el pequeño detalle del italiano quien, por otra parte, prestaba auxilio a la señora, la modalidad de auxilio conocido como ayuntamiento (no confundir con el alcalde Gallardón). Sin embargo, aunque Su Señoría no creía en las causas mostró una fe firme en los efectos: dictaminó separación por finiquito de la affectio maritalis, otorgó la custodia de los hijos a una madre que había demostrado saber dormir a sus retoños (el sueño posee benéficos efectos reparadores sobre la infancia) y le otorgó el casoplón, además de 3.000 euros de pensión para ella (no sé si también para el italiano, que recordemos no era causa sino mero prólogo del divorcio) y otros 5.000 euros para mantener a los niños (el precio de los sedantes está por las nubes).
Un fallo políticamente correcto y jurídicamente inapelable. Recordemos que cuando Zapatero instauró en España el divorcio exprés -allá por 2005- la vicepresidenta primera del Gobierno, doña Teresa Fernández de la Vega, lo explicó con brillantez: A nadie hay que preguntarle por qué se divorcia. Con ello, anulaba el compromiso que la humanidad ha tenido por inmutable a lo largo de la historia: la donación de uno mismo a una persona del otro sexo. Y ya, por el mismo precio, en la praxis jurídica, nuestros magistrados se han cargado el principio de causalidad, que desde el viejo Aristóteles aquí ha regido la historia intelectual del mundo: las causas pierden toda su validez jurídica, lo que importa es, como creo haber dicho antes, la affectio maritalis. ¿Se imaginan el tenebroso panorama que resultaría de extrapolar la aplicación del muy jurídico principio de la affectio al derecho penal, civil o mercantil? Un mundo sin causas donde los compromisos varían según los sentimientos del momento.
Es la historia misma de la degradación individual y social: cambiar un pensamiento por un sentimiento, un compromiso por una tempestad de emoción: ya no le amo. Fue entonces cuando empezó el lío.
Y menos mal que a nuestra yacente y sedante esposa no se le ocurrió acusar al marido de violencia de género (¡qué despiste el de su abogado!): entonces el esposo burlado no sólo habría perdido hijos y patrimonio sino que hubiera dado con sus huesos en prisión. Sobre nuestro amigo trasalpino nada puedo decirles, salvo informarles que ni tan siquiera fue llamado a declarar.
No conviene confundir la affectio maritalis con la troika bofetatis que servidor le hubiera aplicado a nuestra dama: una por el italiano y las dos restantes por cada uno de sus sedados retoños. Pero es mejor que esto último no salga de la provincia: podrían acusarme de promoción de la violencia machista.
Eulogio López
eulogio@hispanidad.com