El serbio Stojan Adasevic, dijo que echar la vista encima y tocar con sus propios dedos el corazón, aún con vida, de un feto de tres meses y medio al que suprimía con el aborto. Sólo entonces, y detrás de más de 55.000 abortos, fue consciente de que había matado a un ser humano inocente e indefenso. Ese fue el último aborto de Adasevic, que atendía a la comprometida de un primo suyo: introduje las pinzas en el vientre y apreté. Continué apretando. Y una vez más forcejeé con las pinzas... Cuando saqué una masa pensando que serían fragmentos de hueso, la lleve hasta el baño y vi un corazón humano latiendo. Pensé que me iba a volver loco. El latido era cada vez más y más lento hasta que se detuvo. Nadie pudo ver lo que yo vi con mis propios ojos. Acababa de asesinar a un ser humano.
La noche anterior Adasevic se tropezó, en sueños, con un hombre que se mostraba rodeado de chiquillos, el serbio le interpeló quién era: Me llamo Tomás de Aquino y los niños que me rodean son los que mataste con tus abortos, le dijo al cirujano.
Estos dos hechos trocaron la vida de Adasevic quien, al igual que hiciera Bernard Nathanson -calificado como el faraón del aborto en Estados Unidos- mudó la profesión criminal por la defensa de la vida. Un cambio que no quedó sin consecuencias en la antigua Yugoslavia comunista: su salario fue reducido a la mitad, su hija perdió el trabajo y su hijo no pudo entrar en la universidad.
También, en una clínica abortista, situada en los suburbios de Pekín, se incumple la ley del hijo único.
Cada mujer que aborta tiene su propia historia. Entre todas suman más de 20 millones al año. China es el líder mundial en términos absolutos y ocupa el segundo puesto en cuanto a abortos per cápita se refiere. Son muchas las mujeres casadas que se ven obligadas a perder a su segundo hijo para evitar las cuantiosas multas que impone la ley del hijo único.
Clemente Ferrer
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