Fe primero, esperanza después. Sin la una, no puede existir la otra. 

La tan alabada Ilustración supuso en Occidente una quiebra del discernimiento. Ocurrió cuando el hombre se creyó capaz de dar razón de su existencia, como si alguien le hubiese pedido permiso para existir, para elegir entre ser español o francés, alto o bajo, rico o pobre, guapo o feo. En definitiva, en la Ilustracion es cuando el hombre se vuelve cretino.

Y así es como llegamos al coronavirus y es cuando servidor se lleva la gran sorpresa: sería un momento idóneo para la resurrección de una virtud olvidada.

Por el discernimiento, el hombre distingue lo que es de Dios, y concilia lo humano con el divino. Este fenómeno se ha conocido, a lo largo de la historia, con el nombre de civilización.

Pero me estoy elevando, esperen que vuelvo. Lo que quiero decir es que ninguno, ninguno de nosotros, puede permitirse el lujo de desperdiciar esta opción de elegir. La opción nos la ofrece una pandemia que nos obliga a replantearnos nuestra vida. En Occidente, esto tiene una concreción muy sencilla, sencillísima: se trata de recuperar la esperanza. Ahora bien, sin fe en Cristo no hay esperanza. ¿O en quien vamos a confiar (la fe no es más que confianza), en Pedro Sánchez?

El coronavirus es una oportunidad para la conversión. Desperdiciarla, una insensatez. Podría resultar la última oportunidad.