Si no me lo hubiese recomendado un amigo, gran conocedor de Roma, la ciudad que nunca se acaba de ver, jamás hubiese visitado la iglesia de la Santa Cruz de Jerusalén, ubicada en la capital italiana, no muy lejos de la Catedral de Roma, San Juan de Letrán. Sí, es una de las siete basílicas jubilares, pero ahora no hablo de eso.
En Santa Cruz se guardan las reliquias que la emperatriz Santa Elena, madre del emperador Constantino, se trajo de Tierra Santa: dos clavos utilizados durante la crucifixión de Cristo, espinas procedentes de la corona con la que fue humillado y escarnecido, una replica de la Sábana Santa de Turín (instrumento, al igual que el santo Sudario de Oviedo, avalados como auténticos por la ciencia y la tecnología), así como la reliquia historiográficamente más relevante: un trozo, legible, del cartel que el Evangelio nos cuenta que colocó Pilatos en la Cruz del Dios hecho Hombre: Jesús Nazareno Rey de los Judíos, en latín, griego y hebreo: "Jesúis Nazareno rey de los judíos". No les digo más que hasta servidor fue capaz de leer sin esfuerzo dichas palabras".
Santa Elena fue una mujer con una vida que merece la pena conocer, marchó a Jerusalén en calidad de arqueóloga. Su parentesco con el emperador le permitía no detenerse ante las trabas burocráticas. Sí, los romanos inventaron el Estado de Derecho, pero, con él, inventaron la burocracia, esa rémora que se alarga, pringosa, hasta nuestros días. Corrijo: nuestra sociedad ha superado con creces a los romanos en número de funcionarios.
Elena fue repudiada por su esposo, el general Constancio Cloro (un tipo muy desinfectado), cuando el emperador Maximiano, con la aquiescencia de Diocleciano -el mayor perseguidor de los cristianos-, le prometió convertirle en un tipo grande si repudiaba a Santa Elena, con la que tenia un hijo, Constantino, y se casaba con su niña, Flavia Maximiana Teodora, con perdón. Un asunto muy desagradable para Elena.
Pero volvamos a las reliquias. ¿Qué significan? Pues significan lo que ha venido sucediendo en la Iglesia ante cualquier suceso extraordinario desde hace 2.000 años largos: al agnóstico ninguna prueba le resultará suficiente. Al católico ninguna prueba le resultará tan concluyente como su confianza en Cristo... aunque ayuda a consolidar esa palabras.
Además, creer no es otra cosa que confiar en alguien. La inmensa mayoría de nuestros conocimientos y de nuestras convicciones vienen de un tercero en el que confiamos. Si un desconocido me dice que reparten dinero a la vuelta de la esquina pienso que me está estafando, pero si mi mejor amigo me dice que a la vuelta de la esquina hay un asesino, le creo en él porque confío en él.
Es decir, la inmensa mayoría de nuestros conocimientos, divinos o humanos, los tenemos por fe, por confianza. Así, el emperador Constantino aseguraba: "Confío en Cristo en quien cree mi madre", Santa Elena.
Pero las reliquias ayudan a consolidar esa confianza. Y sin confianza, no hay milagro que me asegure la fe.